martes, 24 de abril de 2012

El mundo de ayer




Son tiempos convulsos donde el valor de una Unión Europea empieza a resquebrajarse. Europa ha sido un sueño para muchos, pero la consecución de ese ideal nunca se ha llevado a cabo de forma satisfactoria porque se ha implantado desde bases estrictamente económicas. Pretender encauzar un destino común teniendo en cuenta tan solo la fuerza económica, supone un sostén demasiado débil que enseguida tiende a mostrar desequilibrios entre los pueblos integrantes. Sin embargo, cuando un europeísta convencido como Stefan Zweig persigue el ideal de una Europa unida y fraternal, lo hace desde presupuestos humanistas que pregona a través de sus venerados maestros: Erasmo, Montaigne, Tolstoi, Rolland y tantos otros biografiados. Ya en 1919, después de la devastadora guerra que asoló el continente, Zweig escribía en un artículo que “nuestra Europa no podrá seguir manteniéndose económicamente como la unión fraterna, puesto que empleamos y pagamos sin provecho alguno a veinte millones de hombres como funcionarios y soldados para alimentar nuestra mutua desconfianza”. Zweig, con un profundo sentido humanista, nos advierte que los grandes hombres constructores de ideales como los científicos, músicos, poetas son el modelo a seguir porque “lo que ellos dan no se lo han quitado a nadie”, mientras que “el dominio terreno, militar y político (y económico añadiría yo para estas épocas) de un individuo surge sin excepción de la violencia, de la brutalidad…”.
Pero si traigo aquí a Stefan Zweig es por ser el autor de uno de los textos más brillantes, esclarecedores y emocionantes que se hayan escrito sobre el final de una época y el devastador, caótico y acelerado inicio de la que nos ha tocado vivir. En El mundo de ayer, subtitulado Memorias de un europeo, el autor repasa someramente toda una vida enlazándola magistralmente con el devenir de un continente a la deriva. Lo más sorprendente, teniendo en cuenta la cantidad de obras y nombres que aparecen en la obra, es que Zweig no dispone de más material que su memoria para rememorar una historia de medio siglo, pero incluso esa dificultad redunda en beneficio del libro porque como bien aclara “no considero a nuestra memoria como algo que retiene una cosa por mero azar y pierde otra por casualidad, sino como una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio”. Oliver Matuschek ha escrito recientemente una exhaustiva biografía sobre Zweig, repasando toda su vida a través de cartas, diarios, opiniones cercanas y biografías de las personas que lo conocieron, bajo el título de Las tres vidas de Stefan Zweig, ya que originalmente el autor vienés pretendía presentar sus memorias como “Mis tres vidas”, aunque se dio cuenta de que lo narrado en el libro era un auténtico fresco de toda una época en vez de unas memorias al uso. Matuschek recuperó la idea para mostrar que la vida de Zweig tenía tres períodos bien diferenciados. En el primero, formativo para el escritor, se muestra la vida de una Viena que veía venir el ocaso del imperio austrohúngaro y el inicio de una época cultural fascinante; el segundo trata de su ascenso a la gloria literaria desde el retiro de su casa de Kapuzinerberg en Salzburgo y alcanza hasta la llegada del nazismo; y el tercero relata su huída permanente hasta el suicidio en Brasil.
Y es que uno de los momentos más fascinantes de un libro tan rico es el de la evocación del mundo cultural vienés que Zweig vivió con intensidad y plena consciencia. El tiempo ha servido para ofrecernos la verdadera mesura de lo que se gestó en la Viena fin de imperio, pues como decía Jose Mª Valverde: “Aquellos vieneses no sabían que eran tan importantes –y el mundo no se dio cuenta tampoco hasta mucho después-; ellos manejaban temas y problemas formales que hoy nos parecen esenciales y revolucionarios, en espectáculos, conciertos, pinturas y edificios entonces un poco a trasmano de la atención universal, en artículos y libros que tardaron en leerse, en cursos limitados a lo universitario o, incluso, en discusiones periodísticas o conversaciones en los cafés”. El mundo de ayer está plagado de momentos culturales y evocaciones personales de sus encuentros con los grandes artistas del momento, reminiscencias casi mitómanas de su acercamiento a personajes como Gustav Mahler, Joseph Roth, Hugo von Hofmannsthal, Herman Hesse, Auguste Rodin, Arthur Schnitzler, Sigmund Freud, Richard Strauss o Rainer María Rilke —bellísimo texto admirativo el que dedica al solitario poeta-. Y de todos ellos Zweig extrae la enseñanza de que es necesario ver y aprender sin precipitarse. Su admiración es sincera y su entrega por personajes como Verhaeren o Rolland es casi obsesiva, hasta el punto de incluirlos en sendas biografías. Lo cierto es que sus trabajos biográficos, que tanto éxito le brindaron, pretendían ser un compendio de figuras preeminentes que asentara las bases de su proyecto humanista cultural.
Otra de las temáticas que aparecen constantemente en el libro es su obsesión como mitómano cultural que tanto repercutiría en su obra. Su afán compulsivo por coleccionar manuscritos y autógrafos de escritores, músicos y personajes importantes en general –incluso poseía uno del mismo Hitler- respondía por un lado al homenaje que rendía un hombre entregado a cualquier tipo de representación artística pero, sobre todo, a su interés por desentrañar el misterio de la creación artística y la indagación introspectiva de los personajes que solía estudiar. Aunque poseía multitud de documentos de coleccionista, su pieza de museo favorita y además la más insólita, constituyó el haber conocido a una octogenaria vecina muy particular. Sobre ella Zweig nos cuenta: “Pero nada me ha emocionado tanto como el rostro de aquella anciana, la última persona viva a la que habían contemplado los ojos de Goethe. Y quizá yo, a mi vez, sea el último que hoy puede decir: he conocido a una persona sobre cuya cabeza descansó un momento la mano cariñosa de Goethe”.
La segunda etapa en la vida de Zweig coincide con su ascenso a la popularidad  hasta el punto de convertirse en un auténtico best-seller envidiado por casi todos sus colegas, ya que la mayor parte de sus grandes obras se suceden en este período que comienza tras el final de la primera guerra mundial. Pero también es la época de su profunda implicación pacifista y humanista, originada a partir de su abierta significación en contra de la guerra y que le lleva a escribir textos y dar conferencias en pos de una unión espiritual europea. Zweig fue además un gran viajero cosmopolita en búsqueda permanente de la belleza pero también de la fraternidad mundial; un escritor que supo ver en los ojos de la tragedia y comprender los males que cercaban al ser humano.
Pero la vida de Zweig todavía habría de dar un vuelco que ya había empezado a intuir años atrás. El ascenso al poder de Hitler y la anexión austríaca obligaron al autor a comenzar su largo período de exilio y a convertirse en un hombre sin patria: “el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras”. La visión que nos ofrece Zweig de su interminable periplo sin final nos recuerda tristemente algo que todavía sigue muy presente. Aún tuvo la esperanza de que había un mundo posible al llegar a Brasil, pero las angustiantes noticias que iban llegando de una Europa en llamas acabaron por deprimirlo y provocaron su huída de este mundo. En febrero de 1942, en su casa de Petrópolis, tuvo tiempo de arreglar  los papeles y dejar todo en orden, escribió una declaración a los periódicos agradeciendo su estancia en aquel país, escribió además una serie de cartas de despedida y junto a Lotte, su segunda mujer, se envenenó. En la carta que escribió de despedida a su ex-mujer Friderike acaba diciendo: “Estoy seguro de que alguna vez vivirás mejores tiempos y comprenderás por qué mi pesimismo me ha impedido aguantar más. Te escribo estas líneas en mis últimas horas. No puedes imaginarte cuán aliviado me siento desde que tomé esta decisión. Dales a tus hijas recuerdos cariñosos de mi parte, y no sufras: recuerda siempre cómo he admirado a Joseph Roth o a Rieger, que supieron evitar el sufrimiento. Ten coraje, ahora sabes que estoy tranquilo y feliz. Con amor y amistad,
Stefan.”

Además de El mundo de ayer en la edición de Acantilado, he utilizado de la misma editorial El legado de Europa  de Stefan Zweig. También me he servido de Las tres vidas de Stefan Zweig de Oliver Matuschek en Papel de liar y Afinidades vienesas de Josep Casals en Anagrama.

domingo, 8 de abril de 2012

Un cine emocional

 
Cuando un libro o una película me han rasgado en lo más profundo, me invade una sensación de embriaguez que estimula y aviva el deseo de recrearme y compartirlo de inmediato, dejándome llevar por los sentimientos que han aflorado, sucumbiendo a su misterio. Escribir justo después de haberme empapado de una película como La mejor juventud de Marco Tullio Giordana provoca una reacción poco reflexiva y altamente visceral, aunque quizás era eso lo que perseguía.
Ya había tenido oportunidad de visionar esta miniserie de 6 horas de duración hace más de tres años y confieso que me dejó tan tocado emocionalmente que estuve durante una semana un tanto aturdido. Desde el momento en que abrí este blog, supe que había algunas cosas de las que hablaría más tarde o más temprano y esta película debía de ser obligadamente una de ellas. Un día festivo y toda una tarde por delante me han permitido revisionarla de un tirón.
A veces, la sencillez de una propuesta puede dar pie a confundirse con un cine fácil del que siempre he rehuido. Y es que las narraciones de sagas familiares que recorren el curso de los acontecimientos históricos ha sido un recurso muy manido, pero útil para la ficción televisiva. También el cine ha dado ejemplos memorables y grandes fiascos, pero probablemente en la televisión el riesgo es menor porque no suele pretender recrearse más allá de la narración. En todo caso, la historia que nos cuenta La mejor juventud recorre la historia italiana desde 1966 hasta el 2003, a través de las vidas de la familia Carati, haciendo hincapié en cada momento en los sucesos que jalonaron ese período pero sin olvidarse que son los personajes los que van marcando el terreno. Es la historia amplia de Italia y sus paisajes, entremezclados con la pequeña historia de una familia.

Aunque su arranque pueda parecer algo convencional, ya que empezamos a entrever una de esas películas donde los personajes van a ir creciendo al ritmo del tiempo sin más, la intensidad empieza a subir al poco de entrar en escena un personaje memorable que se convertirá en el eje vertebrador entre los dos hermanos protagonistas y a la vez en causa de su destino. Aquí me detengo para descubrirme ante el cine de las miradas, porque en esta película los ojos hablan y ¡vaya si hablan! Sentir la mirada de Giorgia, la joven desequilibrada que reside en un psiquiátrico, como después la de Matteo, uno de los hermanos protagonistas que comparte con Giorgia la fragilidad de un mundo interior autodestructivo, o la sabia e intuitiva mirada de los abuelos que parecen ver más allá de lo que se muestra, es una auténtica lección de cómo mirar a la cámara y además sucede que esas miradas generan nuevas historias. Nunca los ojos expresaron tanto.
Otro de sus puntos fuertes es el magnífico guión que sustenta la historia. Los personajes hablan con naturalidad, en los diálogos se dicen muchas cosas que permiten evolucionar a los personajes sin brusquedad; su lenguaje no es impostado y sin embargo se observa que la vida se explica a través de sus palabras. Vuelve a surgir aquello de que lo sencillo no es lo fácil. Además, dibujar unos personajes con tanta claridad es una tarea a la altura de los grandes novelistas  y en esta película lo que nos cuentan los hace más creíbles, sus giros y cambios fluyen con invisible naturalidad, fruto del proceso espontáneo de su evolución. Porque no hay buenos ni malos, perdedores o ganadores, pero hay muchos claroscuros en todos ellos; son verosímiles. Las decisiones y elecciones de cada momento tienen fuertes repercusiones y mueven  constantemente los hilos narrativos.
Cuando hablo de un cine emocional, me refiero a esa película donde lo que está pasando remueve las vísceras. Es posible que nunca haya llorado tanto como en esta película y, sin embargo, qué dulces han sido las lágrimas. Una historia que recurre al drama y a la pasión, pero nunca de forma empalagosa y donde los momentos de luz parecen reforzar la intensidad vital de una película que no se olvida de recordarnos que “todo lo que existe es hermoso”.  Las utopías y los sueños del pasado parecen diluirse al enfrentarse con una realidad no imaginada y es que la vida sigue su curso natural y por ello es a veces dura e injusta, pero la gran fuerza del amor parece resistir y enmendarlo todo.
Se tratan muchos temas en esta película: la psiquiatría, la revolución, el terrorismo o la mafia, pero esos son ejes vertebradores sobre los que se vehicula un cine que habla esencialmente de la familia y la amistad. Podría pensarse que es poco original, pero lo importante es la manera de presentarlo y en esta película llegas a entender tantas cosas y a aprender tantas lecciones de vida que acabas dejándote seducir por su misteriosa belleza. La sencillez del discurso, insisto.
No me puedo olvidar de mencionar su banda sonora… Al lado de las típicas canciones de cada época, aparecen intensos motivos musicales como Oblivion y Remembrance de Astor Piazzola o el aria de Aquilarco de Giovanni Solima  y otras piezas del repertorio clásico. Pero ante todo hay un motivo que aparece constantemente para la relación de los dos hermanos, es el famoso tema de Jules et Jim de George Delerue —un guiño evidente a la película de Truffaut y su triángulo amoroso— que aquí brilla con renovada intensidad gracias a su lirismo. Naturalmente esta película exige ser visionada en versión original, sin duda alguna.
Una recomendación de buen cine narrativo, quizás traído de una forma muy apasionada y nada analítica, pero en ocasiones es mejor no buscar demasiadas lecturas y entregarse sin más.