Son tiempos convulsos donde el valor
de una Unión Europea empieza a resquebrajarse. Europa ha sido un sueño para
muchos, pero la consecución de ese ideal nunca se ha llevado a cabo de forma
satisfactoria porque se ha implantado desde bases estrictamente económicas.
Pretender encauzar un destino común teniendo en cuenta tan solo la fuerza
económica, supone un sostén demasiado débil que enseguida tiende a mostrar
desequilibrios entre los pueblos integrantes. Sin embargo, cuando un europeísta convencido
como Stefan Zweig persigue el ideal de una Europa unida y fraternal, lo hace
desde presupuestos humanistas que pregona a través de sus venerados maestros:
Erasmo, Montaigne, Tolstoi, Rolland y tantos otros biografiados. Ya en 1919,
después de la devastadora guerra que asoló el continente, Zweig escribía en un
artículo que “nuestra Europa no podrá seguir manteniéndose económicamente como
la unión fraterna, puesto que empleamos y pagamos sin provecho alguno a veinte
millones de hombres como funcionarios y soldados para alimentar nuestra mutua
desconfianza”. Zweig, con un profundo sentido humanista, nos advierte que los
grandes hombres constructores de ideales como los científicos, músicos, poetas
son el modelo a seguir porque “lo que ellos dan no se lo han quitado a nadie”,
mientras que “el dominio terreno, militar y político (y económico añadiría yo
para estas épocas) de un individuo surge sin excepción de la violencia, de la
brutalidad…”.
Pero si traigo aquí a Stefan Zweig es
por ser el autor de uno de los textos más brillantes, esclarecedores y
emocionantes que se hayan escrito sobre el final de una época y el devastador,
caótico y acelerado inicio de la que nos ha tocado vivir. En El mundo de ayer, subtitulado Memorias de un europeo, el autor repasa
someramente toda una vida enlazándola magistralmente con el devenir de un
continente a la deriva. Lo
más sorprendente, teniendo en cuenta la cantidad de obras y nombres que
aparecen en la obra, es que Zweig no dispone de más material que su memoria
para rememorar una historia de medio siglo, pero incluso esa dificultad redunda
en beneficio del libro porque como bien aclara “no considero a nuestra memoria
como algo que retiene una cosa por mero azar y pierde otra por casualidad, sino
como una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio”. Oliver Matuschek ha
escrito recientemente una exhaustiva biografía sobre Zweig, repasando toda su
vida a través de cartas, diarios, opiniones cercanas y biografías de las
personas que lo conocieron, bajo el título de Las tres vidas de Stefan Zweig, ya que originalmente el autor
vienés pretendía presentar sus memorias como “Mis tres vidas”, aunque se dio
cuenta de que lo narrado en el libro era un auténtico fresco de toda una época
en vez de unas memorias al uso. Matuschek recuperó la idea para mostrar que la
vida de Zweig tenía tres períodos bien diferenciados. En el primero, formativo
para el escritor, se muestra la vida de una Viena que veía venir el ocaso del
imperio austrohúngaro y el inicio de una época cultural fascinante; el segundo
trata de su ascenso a la gloria literaria desde el retiro de su casa de
Kapuzinerberg en Salzburgo y alcanza hasta la llegada del nazismo; y el tercero
relata su huída permanente hasta el suicidio en Brasil.
Y es que uno de los momentos más
fascinantes de un libro tan rico es el de la evocación del mundo cultural
vienés que Zweig vivió con intensidad y plena consciencia. El tiempo ha servido
para ofrecernos la verdadera mesura de lo que se gestó en la Viena fin de imperio,
pues como decía Jose Mª Valverde: “Aquellos vieneses no sabían que eran tan
importantes –y el mundo no se dio cuenta tampoco hasta mucho después-; ellos
manejaban temas y problemas formales que hoy nos parecen esenciales y
revolucionarios, en espectáculos, conciertos, pinturas y edificios entonces un
poco a trasmano de la atención universal, en artículos y libros que tardaron en
leerse, en cursos limitados a lo universitario o, incluso, en discusiones
periodísticas o conversaciones en los cafés”.
El mundo de ayer está plagado de momentos culturales y evocaciones
personales de sus encuentros con los grandes artistas del momento,
reminiscencias casi mitómanas de su acercamiento a personajes como Gustav
Mahler, Joseph Roth, Hugo von Hofmannsthal, Herman Hesse, Auguste Rodin, Arthur
Schnitzler, Sigmund Freud, Richard Strauss o Rainer María Rilke —bellísimo
texto admirativo el que dedica al solitario poeta-. Y de todos ellos Zweig extrae
la enseñanza de que es necesario ver y aprender sin precipitarse. Su admiración
es sincera y su entrega por personajes como Verhaeren o Rolland es casi
obsesiva, hasta el punto de incluirlos en sendas biografías. Lo cierto es que
sus trabajos biográficos, que tanto éxito le brindaron, pretendían ser un
compendio de figuras preeminentes que asentara las bases de su proyecto
humanista cultural.
Otra de las temáticas que aparecen
constantemente en el libro es su obsesión como mitómano cultural que tanto
repercutiría en su obra. Su afán compulsivo por coleccionar manuscritos y
autógrafos de escritores, músicos y personajes importantes en general –incluso
poseía uno del mismo Hitler- respondía por un lado al homenaje que rendía un
hombre entregado a cualquier tipo de representación artística pero, sobre todo,
a su interés por desentrañar el misterio de la creación artística y la indagación
introspectiva de los personajes que solía estudiar. Aunque poseía multitud de
documentos de coleccionista, su pieza de museo favorita y además la más
insólita, constituyó el haber conocido a una octogenaria vecina muy particular.
Sobre ella Zweig nos cuenta: “Pero nada me ha emocionado tanto como el rostro
de aquella anciana, la última persona viva a la que habían contemplado los ojos
de Goethe. Y quizá yo, a mi vez, sea el último que hoy puede decir: he conocido
a una persona sobre cuya cabeza descansó un momento la mano cariñosa de
Goethe”.
La segunda etapa en la vida de Zweig
coincide con su ascenso a la popularidad hasta el punto de convertirse en un auténtico
best-seller envidiado por casi todos sus colegas, ya que la mayor parte de sus
grandes obras se suceden en este período que comienza tras el final de la
primera guerra mundial. Pero también es la época de su profunda implicación
pacifista y humanista, originada a partir de su abierta significación en contra
de la guerra y que le lleva a escribir textos y dar conferencias en pos de una
unión espiritual europea. Zweig fue además un gran viajero cosmopolita en
búsqueda permanente de la belleza pero también de la fraternidad mundial; un
escritor que supo ver en los ojos de la tragedia y comprender los males que
cercaban al ser humano.
Pero la vida de Zweig todavía habría
de dar un vuelco que ya había empezado a intuir años atrás. El ascenso al poder
de Hitler y la anexión austríaca obligaron al autor a comenzar su largo período
de exilio y a convertirse en un hombre sin patria: “el día en que perdí el
pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde
algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras”. La visión que
nos ofrece Zweig de su interminable periplo sin final nos recuerda tristemente
algo que todavía sigue muy presente. Aún tuvo la esperanza de que había un
mundo posible al llegar a Brasil, pero las angustiantes noticias que iban
llegando de una Europa en llamas acabaron por deprimirlo y provocaron su huída
de este mundo. En febrero de 1942, en su casa de Petrópolis, tuvo tiempo de
arreglar los papeles y dejar todo en
orden, escribió una declaración a los periódicos agradeciendo su estancia en
aquel país, escribió además una serie de cartas de despedida y junto a Lotte,
su segunda mujer, se envenenó. En la carta que escribió de despedida a su ex-mujer
Friderike acaba diciendo: “Estoy seguro de que alguna vez vivirás mejores
tiempos y comprenderás por qué mi pesimismo me ha impedido aguantar más. Te
escribo estas líneas en mis últimas horas. No puedes imaginarte cuán aliviado
me siento desde que tomé esta decisión. Dales a tus hijas recuerdos cariñosos
de mi parte, y no sufras: recuerda siempre cómo he admirado a Joseph Roth o a
Rieger, que supieron evitar el sufrimiento. Ten coraje, ahora sabes que estoy
tranquilo y feliz. Con amor y amistad,
Stefan.”
Además de El mundo de ayer en la edición de Acantilado, he utilizado de la misma editorial El legado de Europa de Stefan Zweig. También me he servido de Las tres vidas de Stefan Zweig de Oliver Matuschek en Papel de liar y Afinidades vienesas de Josep Casals en Anagrama.
Además de El mundo de ayer en la edición de Acantilado, he utilizado de la misma editorial El legado de Europa de Stefan Zweig. También me he servido de Las tres vidas de Stefan Zweig de Oliver Matuschek en Papel de liar y Afinidades vienesas de Josep Casals en Anagrama.