jueves, 23 de febrero de 2012

Un cajón de cuentos (XX): La Venus d'Ille de Prosper Merimée


Italo Calvino nos recuerda en su antología Cuentos fantásticos del XIX que uno de los temas recurrentes de la narrativa fantástica de ese siglo fue la pervivencia de elementos propios del mundo grecorromano en contraste con la época en la que eran narrados los hechos. El pasado mítico proveniente de leyendas o creencias choca con el mundo del racionalismo ilustrado que ha perpetuado el siglo anterior. Pero este retorno romántico a la antigüedad clásica poco tiene que ver con la recuperación de una estética neoclásica, sino que más bien se trata de un punto de partida para las narraciones fantásticas que utilizan elementos de la época en su trama, como unas ruinas antiguas o una estatua desenterrada.
Si nos atenemos a las diferencias aportadas por los teóricos del género respecto a literatura fantástica y literatura maravillosa, se hace evidente que el mundo de los dioses grecorromanos pertenecería al relato maravilloso, aunque se regiría por los mismos mecanismos que el mundo de los humanos y por tanto diferiría del relato fantástico propiamente, el cual se presenta como la digresión entre dos mundos antagónicos de leyes totalmente diferentes. Pero el romanticismo sabe apropiarse de la variante clásica adaptándola a la estética fantástica y es así como surgen narraciones tan memorables como La Venus d’Ille de  Prosper Merimée, Arria Marcella de Théophile Gautier o más adelante El último de los Valerios de Henry James, textos a los que alude Calvino en su antología como representativos de la temática sobre antigüedad clásica.
Y es que, en ese período histórico, se produce la ruptura sobre la manera de entender y presentar el fantástico, algo que recoge con brillantez Maupassant en su artículo Lo fantástico: “Cuando el hombre creía sin vacilación, los escritores fantásticos no tomaban precauciones para desarrollar sus sorprendentes historias. Entraban  a la primera en lo imposible y allí permanecían, variando hasta el infinito las combinaciones inverosímiles, las apariciones, todas las espantosas artimaña para crear el espanto. Pero cuando la duda penetró por fin en los espíritus, el arte se volvió más sutil. El escritor ha buscado los matices, ha merodeado alrededor de lo sobrenatural antes que penetrar en él. Ha encontrado efectos terribles permaneciendo en el límite de lo posible, arrojando las almas en la vacilación, en el espanto. El lector indeciso ya no sabía, perdía pie como en un agua cuyo fondo falta en todo instante, se aferraba bruscamente a lo real para volver a hundirse enseguida  y debatirse de nuevo en una confusión penosa y febril como una pesadilla”.
En el relato Arria Marcella de Gautier, un joven logra trasladarse temporalmente a la ciudad de Pompeya poco antes de la erupción del Vesubio. La fuerza del amor supera la barrera del tiempo y el autor nos consigue identificar con la religión pagana que no desprecia el placer y la belleza, frente a un represor cristianismo. El último de los Valerios es una exquisitez de Henry James que nos habla del influjo posesivo ejercido por una estatua desenterrada hacia el descendiente de una noble y antigua familia romana. Como en sus mejores historias fantásticas, James juega con habilidad a sugerir antes que mostrar y así sumirnos en la duda. Pero es sin duda la historia de Merimée la más popular de todas en su aparente sencillez.
Aunque Prosper Merimée no escribió muchos cuentos fantásticos, se le puede considerar uno de los más interesantes del panorama francés hasta la llegada de Maupassant. En su haber cuenta con otro gran relato fantástico: Lokis, una fascinante historia de corte folklórico sobre transformaciones ambientada en Lituania. La Venus d’Ille trata sobre la maldición de una estatua romana desenterrada, tema que más adelante será reestructurado a partir de una cultura aún más milenaria, en la maldición faraónica. La Venus del cuento es, a ojos de los aldeanos, un ídolo de mal fario que va anunciando sus desgracias y que en su propio nombre lleva una advertencia implícita: la boda entre el hijo de la casa y su novia se debe celebrar en viernes y la estatua hallada es una Venus según reza la inscripción del pedestal, nombre que ha dado origen a nuestro viernes. Por el contrario la familia de los Peyrehorade y el arqueólogo narrador no ven en la estatua más que una obra de extraordinaria belleza, aunque son capaces de percibir en su rostro ciertos rasgos humanos de “desprecio, ironía, crueldad”. Además, las inscripciones del pedestal tienen una doble lectura que se convierten, según quien las interprete, en una advertencia y es que, como acertadamente comentaba Louis Vax: “La lengua de la antigüedad clásica y de la liturgia romana se adorna con un prestigio del que carecen las hablas vulgares. Y siempre es la interpretación más terrible o la más siniestra la que se impone”.
La amenaza se instala con la presencia del ídolo-estatua y los hechos que acontecen no pueden ser explicados de una forma racional, pero se van sucediendo con la lógica de las leyes fantásticas. Lo irracional —parece decirnos el autor— pervierte cualquier explicación y debemos plegarnos ante lo que no entendemos. Es el triunfo del fantástico.

jueves, 2 de febrero de 2012

Roma imperial


Los meses de julio y agosto, en pleno estío, suelen evocar imágenes de placentera felicidad y ocioso bienestar porque nos eximen durante una temporada de la intensa vida cotidiana y del trabajo –del latín vulgar tripalio, instrumento de tortura formado por tres palos-. Es por ello que, de entrada, los nombres de Julio y Augusto nos seducen sobremanera, ya que fue el senado romano quien otorgó el honor de honrar los meses quintilis y sixtilis de su calendario con el de estos insignes emperadores y nosotros no hemos hecho más que refrendar esta herencia romana. Sabemos también que Tiberio, el sucesor de Augusto, declinó la oferta senatorial de ofrecer su nombre para el septiembre romano en un gesto de coherencia para evitar posteriores conflictos de ego imperial.
Pero no tan solo hemos heredado el Kalendarium con el nombre de los meses o los días, sino que la romanización se ha convertido en el legado más importante de nuestra cultura occidental en múltiples aspectos. Por ello, realizar un viaje a Roma significa algo más que retroceder a un pasado de restos arqueológicos, es casi rendir tributo a una civilización que se percibe plenamente en el día a día y que es la esencia de nuestros orígenes.
Siento atracción por Roma, por su caótica amalgama de cultura que permite convertir cualquier deambular sin rumbo por sus calles en una irresistible sensación de gozo. Pero ante la enormidad de Roma, en mi último acercamiento a la ciudad me he dejado seducir por la ciudad pretérita, por la Roma imperial y monumental que albergó entre sus murallas a más de un millón de habitantes y para ello me han acompañado algunos libros que podían situarme en el lugar y el tiempo de manera adecuada.
Aunque la bibliografía sobre la ciudad es apabullante y es difícil decidirse sobre qué textos son más convenientes, siempre guardo un grato recuerdo de un libro por el que no pasan los años, Historia de Roma de Indro Montanelli, que presenta de una forma amena y rigurosa a los principales actores de esta historia, acudiendo constantemente a las fuentes latinas, como Suetonio. Su relectura es como volver a saludar a Julio César, Cicerón, Virgilio, Augusto y tantos otros personajes que poblaron los mágicos sueños de un pasado. Junto al clásico de Montanelli y con la intención de adentrarme e indagar sobre la vida cotidiana de la gran urbe, me ha sido de gran utilidad Roma de los césares de Juan Eslava Galán por su brillante capacidad de aproximación a los aspectos más comunes y vitales de la ciudad imperial. Por último y como complemento idóneo a la historia, la visión aportada por el crítico de arte Robert Hughes en la fascinante Roma. Una historia cultural, donde se dan la mano la rigurosidad histórica, el detalle por los hechos curiosos y un análisis acertado de acontecimientos, lugares y personajes a lo largo de toda la historia.
Y es que la monumentalidad de la antigua ciudad imperial se revela a través de los vestigios tan imponentes que nos han llegado, como el Coliseo, anfiteatro cuyo nombre no deriva de sus impresionantes medidas, sino que se lo debe a la antaño vecina estatua de Nerón, un auténtico coloso dorado de altura similar a la estatua de la libertad. O los suntuosos foros imperiales que muchos emperadores embellecieron. Enormes columnas y escalinatas nos hacen entrever el tamaño de los innumerables templos que se agolpaban en la colina del Palatino, restos de arcadas y paredes derrumbadas nos indican la extraordinaria capacidad que albergaban edificios como las termas de Caracalla o el teatro Marcelo. Más allá de las ruinas, la conservación de un edificio tan notable como el Panteón nos permite comprobar in situ el genio constructivo romano y trasladarnos en el tiempo para admirar, como debieron hacer ellos, la impresionante cúpula que, con un diámetro superior a la de San Pedro, asombra por su sencillez. Tampoco nadie puede salir de la Villa Adriana sin haber sentido que la belleza, incluso en las ruinas, existe. Muchos pintores han intentado plasmar el esplendor de Roma en su época más gloriosa; en mi caso, entre las obras de esta Roma idealizada, destacaría los evocadores dibujos de Giuseppe Gatteschi.
Pero Roma no es sólo la ciudad de las grandes construcciones artísticas, ya que como gran urbe de la antigüedad necesitó dotarse de infraestructuras adecuadas para la vida cotidiana de su enorme población. Quizás sea su red de carreteras uno de los mejores legados, pues si todos los caminos llevan a Roma es gracias a que sus ingenieros –y naturalmente sus esclavos- se esforzaron por hacerlo posible. Al nombrar a Roma se siente fluir el líquido elemento que tan presente está y que nos traslada a esas enormes obras de ingeniería que fueron los acueductos, pero también nos recuerda su red de cloacas y su moderno sistema de aguas termales, algo que tardaría siglos en superarse. Las fuentes pertenecen a Roma y son un símbolo como destacó Ottorino Respighi en su poema sinfónico Le fontane di Roma, pero también los altísimos pinos que invaden la ciudad como también subrayó en I pini di Roma. Aunque es probable que lo que mejor hicieron los romanos fue gobernar, pues solo desde el buen gobierno se puede ejercer una influencia tan perdurable y en un territorio tan amplio. Gracias a ellos, la cultura helenística pervivió, pues supieron conservar lo mejor de los griegos y copiar bien del original, o al menos permitir que los artesanos griegos copiaran a sus maestros clásicos y así permitirnos el disfrute de la armonía escultórica helena. Lejos de imponer, fueron capaces de absorber a los dioses olímpicos para añadirlos a su multitud de pequeños dioses del hogar y el campo. Tampoco se negaron a otorgar la ciudadanía a pobladores de provincias lejanas y así pudieron elevar a dos de sus más sabios y recordados emperadores, Trajano y Adriano, desde la lejana Hispalis. Sin embargo, no todo ha sido memorable pues también fueron los culpables de introducir la anestesia social en la población con su panem et circenses que tan buen resultado sigue dando en la actualidad.

 Aunque la literatura de narrativa histórica ha sido muy fructífera a la hora de recordar a los gobernantes imperiales, sigo siendo fiel a Yo Claudio y Claudio el dios y su esposa Mesalina de Robert Graves y a las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. Mientras que en el terreno de ficción televisiva dos series memorables, cada una a su manera, nos han trasladado a la antigua Roma. Por un lado, la clásica versión de la obra de Graves Yo Claudio de la BBC, donde se nos muestran todas las intrigas palaciegas con aires de drama shakesperiano, bajo un inspiradísimo guión y unas antológicas interpretaciones que hacen palidecer cualquier modernidad pretenciosa. Por otro lado la serie Roma de la HBO que intuyo acabará convirtiéndose en pieza de culto por varios motivos: la fiel reconstrucción histórica que toma como base dos personajes auténticos a los que Julio César menciona en sus Comentarios a la guerra de las Galias, que serán ejes de toda esta ágil ficción narrativa; el detallismo riguroso en la dirección de producción con objetos, peinados o vestuario; el excepcional diseño de decorados que nos muestra la Roma de los grandes templos y el senado, pero también la ciudad caótica de los tenderos, tabernas y casas señoriales; y la minuciosa representación de todos los aspectos de la vida romana, avalados por grandes interpretaciones.
Para finalizar os dejo un fragmento de mis paseos hecho imagen. Piedras que hablan por sí mismas acompañadas de una preciosa canción de Els Manel titulada Roma. Creo que su texto brilla y sugiere entre tanta belleza, por lo que requiere una escucha atenta.