sábado, 29 de diciembre de 2012

El folletín


Aunque hoy en día tendemos a utilizar la palabra folletín para enjuiciar despectivamente aquellas tramas que son propensas a extenderse sin mesura, lo cierto es que, en su nacimiento, los folletines fueron tan populares que precisamente la longitud de los mismos fue la característica que mejor los definió y por la que obtuvieron tan amplio favor del público lector. Pero en verdad, el folletín propiamente dicho, tuvo una corta vida, aunque como método de publicación se extendió por muchos países desde la originaria Francia que lo había creado.

El inicio del folletín hay que buscarlo en los diarios franceses de principio de siglo XIX, los cuales reservaban una parte inferior de sus páginas, denominada rez-de-chaussée o feuilleton, para publicar la crítica literaria, teatral y musical. A partir de 1836 se lanzaron de forma simultánea los diarios Le Siècle y La Presse, que decidieron publicar en la parte inferior de sus páginas y a lo largo de varios números una novela completa. La primera obra en publicarse con este método fue La vieille fille de Balzac en el primero de esos diarios,  entre noviembre y diciembre de aquel año. Al poco tiempo aparecerían las primeras obras de Alejandro Dumas (padre) que se erigió en el auténtico maestro del folletín, publicando allí sus obras más populares como El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros y sus continuaciones, La reina Margot o Joseph Balsamo. Junto a Dumas, los autores que mejor sobrevivieron a esa avalancha de obras que se dieron durante los veinte o treinta años que duró el fenómeno, fueron Eugène Sue con Los misterios de París y El judío errante, Paul Féval con El Jorobado y Los misterios de Londres o Ponson du Terrail con su ciclo de Rocambole.
Seguramente El conde de Montecristo de Alejandro Dumas sea la obra más emblemática del género folletinesco, además de constituir una de las obras cumbres de la novela del siglo XIX. La popularidad de esta obra se ha mantenido intacta desde su publicación y ha superado sin problemas los infructuosos intentos de cierta crítica elitista que pretendía rebajarla a simple novela popular para las masas, con escasas virtudes para mantenerse en el Olimpo de las grandes creaciones.
Así que si el método de publicar las novelas por entregas significaba que los autores debían inventar toda una serie de artificios para mantener el interés del lector, resulta que la narración de Dumas es un ejemplo a seguir, pues su escritura mantiene el suspense aun en las situaciones más cotidianas. El conde de Montecristo es una novela de aventuras porque contiene todo aquello que demanda una historia con un personaje de acción, pero también es una novela de costumbres porque nos muestra detalladamente la vida cotidiana de los variados personajes que pueblan la novela y aún se podría hablar de obra históricamente precisa y verosímil.

El conde de Montecristo ha sido definida como la historia de una venganza. Edmond Dantès, el protagonista absoluto de esta novela, dedicará su vida a castigar el mal recibido por tres personajes que representan la envidia, los celos y la ambición. Su implacable justicia, apoyada en la riqueza y la sabiduría, se convierte en el eje que vertebra toda la historia. De hecho, la fuerza que contiene este personaje de irresistible magnetismo, proviene de su aura divina que parece situarlo por encima de todo, pero que a la vez lo desvirtúa como ser humano, ya que su sed de venganza y su fría disposición para planificarlo todo con tanto detalle lo convierte en el personaje más cruel de la función. La novela está estructurada en tres partes que coinciden con tres espacios físicos donde se desarrolla la historia. En la primera parte que sucede en Marsella, los personajes son presentados junto con el motivo de la injusticia que recaerá sobre Dantès; dentro de esta, el castillo de If enmarca uno de los episodios más memorables de toda la obra. La segunda parte relata como Dantès se convirtierte en el misterioso conde de Montecristo y todos los preparativos para su venganza, utilizando varias localizaciones, pero esencialmente la ciudad de Roma.  En la tercera parte, desde París y alrededores, Montecristo llevará a cabo la ejecución de su particular justicia, implicando tanto a antiguos personajes como a los nuevos. 

Resulta curioso saber que la obra está inspirada en un caso verídico, en el cual el justiciero real acabó asesinando a los otros tres y a su vez murió a manos de un cuarto conocido que explicaría toda la historia. Pero el adorno literario de Dumas y su colaborador Auguste Maquet consigue que la literatura haga lucir esa realidad. Y hablo de Maquet como colaborador porque así fue reconocido por el propio Dumas, un autor que solía estar rodeado de un sinfín de escritores a sus órdenes para poder llegar a cumplir con los múltiples encargos que recibía, aunque siempre dejaba su sello personal en todas las obras. Pero el caso de Maquet, con quien Dumas escribió sus mejores obras, es diferente porque el autor siempre aceptó que su trabajo era fruto de una feliz colaboración y por su parte Maquet se sintió siempre halagado por poder compartir su trabajo con el gran genio. Puede que la historia haya sido injusta con Maquet, pero también es cierto que él renunció a los derechos de propiedad y aunque más adelante le fueron restituidos, la coautoría de las obras nunca le fue reconocida por la justicia. La vida, en cambio, sí le sonrió y acabó con grandes riquezas, mientras Dumas moría en la miseria a pesar de todos sus éxitos. Y como muestra de la admiración que sentía Maquet por Dumas, la carta de agradecimiento escrita tras una declaración pública del propio Dumas realizada para defenderse de los ataques que declaraban que no era el autor de sus libros: “Querido amigo: Nuestra colaboración ha ignorado siempre los números y los contratos. Una buena amistad, una palabra leal, nos eran tan suficientes, que hemos escrito medio millón de renglones sobre los asuntos de otros sin jamás pensar en escribir una palabra sobre los nuestros. Pero un día rompiste el silencio y fue para lavarnos de calumnias bajas y necias, para hacerme el honor más grande que pueda esperar: para declarar que había escrito contigo varias obras. Tu pluma, querido amigo, ha dicho demasiado. Libre eres de hacerme ilustre, no de asignarme dos veces una renta. ¿No me has pagado ya por los libros que hicimos juntos? Si no tengo contrato tuyo, tú no tienes recibo mío, y supón, amigo, que muera: ¿no podrá venirte algún hosco heredero con tu declaración en la mano a reclamarte lo que ya me has dado? La tinta, ya ves, llama a la tinta, y me obligas a manchar papel. Declaro renunciar a partir del día de hoy a todos los derechos de propiedad y de reimpresión por las obras siguientes que hemos escrito juntos, a saber: El caballero de Harmenthal, Sylvandire, Los tres mosqueteros, Veinte años después, continuación de Los mosqueteros, El conde de Montecristo, La guerra de las mujeres, La reina Margot y El caballero de Maison-Rouge, considerándome de una vez por todas total y debidamente indemnizado por tu parte según nuestros acuerdos verbales. Conserva esta carta si puedes, amigo, para enseñársela al hosco heredero, y dile que en vida me consideré muy contento y muy honrado de ser colaborador y amigo del más brillante de los novelistas franceses. Que haga como yo”.

Ilustraciones de Mead Schaeffer

lunes, 3 de diciembre de 2012

Un cajón de cuentos (XXIII): El inmortal de Jorge Luis Borges




La inmortalidad como tema literario ha sido siempre muy recurrente, ya que introduce un grave conflicto entre el deseo de perpetuarse y el precio a pagar por ello –comúnmente un pacto diabólico que incluye el alma como compensación-. Desde la antigüedad, la mitología y la religión nos han enseñado que sólo los dioses son inmortales y que la infructuosa búsqueda de la inmortalidad entre los humanos es una quimera a la que se han entregado numerosas culturas. Sustancias y materiales como el jade, la ambrosía, la panacea universal y la piedra filosofal  o idílicos espacios como la fuente de la eterna juventud o Shangri-la han sido descritos durante siglos para recordarnos que nuestro paso por la tierra es efímero y poco sustancial.
Pero existe un tipo de inmortalidad posible, aquella que nos perpetúa en la memoria de los hombres. Es por ello que hablamos de numerosos inmortales que nos  han legado una visión del mundo que trasciende las épocas y, entre estos, los autores de ficción constituyen un nutrido grupo de los que han encontrado su piedra filosofal.
Para Borges el tema de la inmortalidad fue otra de sus grandes obsesiones y, aunque en varios cuentos se aproximó de forma tangencial a la materia en cuestión a través de la variante del doble, nunca lo desarrolló de forma tan magistral como en su célebre relato El inmortal, perteneciente a esa excepcional colección titulada El Aleph.  En esta historia reflexiona Borges sobre la búsqueda de la inmortalidad a través de un personaje, el tribuno Marco Flaminio Rufo, quien parte en busca de la ciudad perdida de los inmortales para luego intentar durante siglos despojarse de la inmortalidad adquirida, al darse cuenta de que el ideal, una vez conseguido, acaba degradando al ser. El cuento utiliza la técnica del manuscrito hallado que  permite al autor  jugar con varios narradores y sembrar la duda sobre las identidades.  Este único relato parece contener en sus pocas páginas una auténtica epopeya de grandes dimensiones, pues allí se dan la mano la historia, el mito y la filosofía.
La idea que nos transmite Borges es que los inmortales carecen de identidad individual, porque cuando el tiempo no apremia, cuando no existe la sensación de que cada momento es único, los inmortales no tienen una posición superior a cualquier mortal; es decir, son el reflejo de todos y de ninguno en particular y, por ello, “Ser inmortal es baladí”. Paradójicamente, al no sentir un fin temporal, su vida no tiende hacia la perfección que creía el personaje buscador, sino hacia la bestialidad animal y la pura degradación, al derivar su búsqueda en un proceso de vana contemplación, pensamiento silencioso y total inacción –representado por el personaje de Argos -Homero-.
El relato narrado en forma de manuscrito es una perfecta historia circular, donde un viajero parte con intención de superar al tiempo y vencer a la muerte y acaba dedicando toda una vida a encontrar la muerte pacificadora.
Particularmente creo que uno de los puntos más atractivos de  la historia es su descripción de la ciudad de los inmortales, que enlaza directamente con los paisajes ideados por Piranesi en sus Carceri y en las Antichità Romane. Borges fue un gran admirador del famoso grabador, esencialmente porque sus obras poseían una evocadora fuerza narrativa implícita y es así que incluso uno de esos famosos grabados decoraba su casa de Buenos Aires, según nos cuenta Alberto Manguel en Con Borges. En El inmortal, como en ningún otro relato, Borges sabe describir los claustrofóbicos espacios piranesianos, convirtiéndolos en auténtica materia literaria, haciendo suyos los entramados laberínticos que tan cercanos le fueron siempre. Primero describiendo aquellos que se encontraban tras los altos muros: “Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano, ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número de cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron”, para después describir la entrada a la ciudad: “Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas confusas, pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad”.