Italo Calvino nos recuerda en su antología Cuentos fantásticos del XIX que uno de los temas recurrentes de la narrativa fantástica de ese siglo fue la pervivencia de elementos propios del mundo grecorromano en contraste con la época en la que eran narrados los hechos. El pasado mítico proveniente de leyendas o creencias choca con el mundo del racionalismo ilustrado que ha perpetuado el siglo anterior. Pero este retorno romántico a la antigüedad clásica poco tiene que ver con la recuperación de una estética neoclásica, sino que más bien se trata de un punto de partida para las narraciones fantásticas que utilizan elementos de la época en su trama, como unas ruinas antiguas o una estatua desenterrada.
Si nos atenemos a las diferencias aportadas por los teóricos del género respecto a literatura fantástica y literatura maravillosa, se hace evidente que el mundo de los dioses grecorromanos pertenecería al relato maravilloso, aunque se regiría por los mismos mecanismos que el mundo de los humanos y por tanto diferiría del relato fantástico propiamente, el cual se presenta como la digresión entre dos mundos antagónicos de leyes totalmente diferentes. Pero el romanticismo sabe apropiarse de la variante clásica adaptándola a la estética fantástica y es así como surgen narraciones tan memorables como La Venus d’Ille de Prosper Merimée, Arria Marcella de Théophile Gautier o más adelante El último de los Valerios de Henry James, textos a los que alude Calvino en su antología como representativos de la temática sobre antigüedad clásica.
Y es que, en ese período histórico, se produce la ruptura sobre la manera de entender y presentar el fantástico, algo que recoge con brillantez Maupassant en su artículo Lo fantástico: “Cuando el hombre creía sin vacilación, los escritores fantásticos no tomaban precauciones para desarrollar sus sorprendentes historias. Entraban a la primera en lo imposible y allí permanecían, variando hasta el infinito las combinaciones inverosímiles, las apariciones, todas las espantosas artimaña para crear el espanto. Pero cuando la duda penetró por fin en los espíritus, el arte se volvió más sutil. El escritor ha buscado los matices, ha merodeado alrededor de lo sobrenatural antes que penetrar en él. Ha encontrado efectos terribles permaneciendo en el límite de lo posible, arrojando las almas en la vacilación, en el espanto. El lector indeciso ya no sabía, perdía pie como en un agua cuyo fondo falta en todo instante, se aferraba bruscamente a lo real para volver a hundirse enseguida y debatirse de nuevo en una confusión penosa y febril como una pesadilla”.
En el relato Arria Marcella de Gautier, un joven logra trasladarse temporalmente a la ciudad de Pompeya poco antes de la erupción del Vesubio. La fuerza del amor supera la barrera del tiempo y el autor nos consigue identificar con la religión pagana que no desprecia el placer y la belleza, frente a un represor cristianismo. El último de los Valerios es una exquisitez de Henry James que nos habla del influjo posesivo ejercido por una estatua desenterrada hacia el descendiente de una noble y antigua familia romana. Como en sus mejores historias fantásticas, James juega con habilidad a sugerir antes que mostrar y así sumirnos en la duda. Pero es sin duda la historia de Merimée la más popular de todas en su aparente sencillez.
Aunque Prosper Merimée no escribió muchos cuentos fantásticos, se le puede considerar uno de los más interesantes del panorama francés hasta la llegada de Maupassant. En su haber cuenta con otro gran relato fantástico: Lokis, una fascinante historia de corte folklórico sobre transformaciones ambientada en Lituania. La Venus d’Ille trata sobre la maldición de una estatua romana desenterrada, tema que más adelante será reestructurado a partir de una cultura aún más milenaria, en la maldición faraónica. La Venus del cuento es, a ojos de los aldeanos, un ídolo de mal fario que va anunciando sus desgracias y que en su propio nombre lleva una advertencia implícita: la boda entre el hijo de la casa y su novia se debe celebrar en viernes y la estatua hallada es una Venus según reza la inscripción del pedestal, nombre que ha dado origen a nuestro viernes. Por el contrario la familia de los Peyrehorade y el arqueólogo narrador no ven en la estatua más que una obra de extraordinaria belleza, aunque son capaces de percibir en su rostro ciertos rasgos humanos de “desprecio, ironía, crueldad”. Además, las inscripciones del pedestal tienen una doble lectura que se convierten, según quien las interprete, en una advertencia y es que, como acertadamente comentaba Louis Vax: “La lengua de la antigüedad clásica y de la liturgia romana se adorna con un prestigio del que carecen las hablas vulgares. Y siempre es la interpretación más terrible o la más siniestra la que se impone”.
La amenaza se instala con la presencia del ídolo-estatua y los hechos que acontecen no pueden ser explicados de una forma racional, pero se van sucediendo con la lógica de las leyes fantásticas. Lo irracional —parece decirnos el autor— pervierte cualquier explicación y debemos plegarnos ante lo que no entendemos. Es el triunfo del fantástico.