martes, 22 de noviembre de 2011

Próspero en Grecia



La Tempestad, última obra de Shakespeare, se suele interpretar como una summa de su teatro; en palabras de Jan Kott, “un drama sobre las ilusiones perdidas, sobre la amargura de la sabiduría y la fragilidad  y persistencia de la esperanza”. Si convenimos que Shakespeare es una cima literaria inalcanzable, aceptaremos que reescribir una obra llena de tantos matices supone una auténtica temeridad, pero salir más o menos airoso con la propuesta es un logro digno de admiración.
Y es que en 1965 el escritor británico John Fowles publicaba una variante de la obra del bardo inglés titulada El mago, obra que le tuvo atrapado durante más de una década y que incluso llegaría a reescribir para una edición revisada en 1977. Situada entre sus dos trabajos más reconocidos, El coleccionista (1963) y La mujer del teniente francés (1969), esta obra es una propuesta compleja y fascinante que ha cautivado a muchos lectores entre los que me encuentro, aunque para muchos otros es la más irregular de sus novelas porque no alcanza todas sus pretensiones –curioso que a pesar del titánico esfuerzo que supuso para Fowles, nunca se sintió plenamente satisfecho de su logro-.
La historia recoge la aventura iniciática de Nicholas Urfe, un descreído y ególatra personaje que huye del amor de su ex-novia Alison, a quien no ha sido capaz de corresponder, para instalarse como profesor de inglés en una escuela-residencia de la isla griega de Phraxos. En este luminoso espacio, conocerá a un enigmático y adinerado personaje llamado Conchis que vive en una villa casi inaccesible. A partir de este momento se sucederán una serie de juegos y charadas que pondrá en marcha este creador misterioso y que abocarán a Urfe hacia una laberíntica trama de engaños y complicaciones a los que se someterá voluntaria o involuntariamente. Como un gran Dios creador, Conchis organiza  un gran metateatro que implica al lector, quien se ve igualmente embaucado y enredado en la trama, al hacerse cómplice de la situación de Urfe –la pretensión inicial de Fowles era titular la obra como The Godgame-. Junto a este hermético personaje, aparecen dos hermanas gemelas de nombres Lily y Rose que simbolizan para Susana Ortega “la faceta espiritual y carnal de Alison, la novia de Nick, una mujer completa que contiene en sí todas las potencialidades del alma, pero cuyo valor este nunca ha sido capaz de apreciar” y que tienen una importancia esencial en el juego simbólico pretendido –la azucena blanca y la rosa roja son símbolos utilizados en la poesía inglesa Romántica y Victoriana para expresar la concepción patriarcal de la mujer como ser dual y contradictorio. El origen de esta simbología se remonta a la leyenda cristiana según la cual el rosal blanco que tenía Eva en el Jardín del Edén se tornó rojo de vergüenza tras cometer ésta el pecado original-.
El moderno Próspero que es Conchis realiza un trabajo de autoanálisis con el personaje central. De hecho, la novela recoge las teorías psicoanalíticas de Jung que tanto interesaban al autor por aquellos años, al pretender abordar la conexión entre la psique y las manifestaciones culturales, es decir, incorporando en su metodología la historia, la mitología, el arte, los sueños o la religión. Toda la trama central de la novela es un continuo de experiencias a las que se ve sometido el personaje principal, una marioneta descreída en manos de un Dios supremo que desea dar una lección moral. Pero como buen terapeuta analítico, Conchis no es sistemático y amolda sus juegos en base a las respuestas ofrecidas.
En El mago existe un viaje iniciático, pero también es un libro que combina magistralmente la historia, el erotismo o la mitología en un ambiente de misterio y suspense. En ciertos momentos aparece como una reescritura de novela gótica, pero envuelta por un escenario atípico como es la intensa luz y la calma de una isla griega. Este ambiente, que parece en principio poco propicio para el misterio, se convierte en una baza muy acertada de la novela. La confusión tramada por Fowles, con sus giros inesperados o las constantes idas y venidas de las gemelas, evocadoras de esa escisión apuntada anteriormente sobre el esteriotipo patriarcal de la Eva pecadora y la virginal María, consigue confundir al lector tanto como al protagonista hasta que llega a entender la finalidad del Juego Supremo, donde nosotros actuamos como espectadores de una gran función que se cierra con los versos finales que recoge el autor: “Mañana habrá amor para el que nunca ha amado y para el que ama habrá mañana amor”. Pero para aquel que no haya sabido desentrañar el misterio siempre quedan las palabras que en un momento dado le dirige Conchis a Urfe: “El ser humano necesita que haya misterios. Lo que no necesita precisamente es que se resuelvan”.
La aventura incomparable que supone esta lectura es una gran experiencia. El autor teje una tela de araña como el propio mago, como el mismo Próspero, donde el lector acaba naufragando voluntariamente. Mi deseo es seguir dejándome llevar por los misterios de este escritor.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Coreografiando emociones

Los musicales nunca han tenido mucha predicación en nuestro país. Con la salvedad de algunos números antológicos o de algunas películas que han superado la barrera del tiempo a fuerza de demostrar la validez de su discurso, nos encontramos con una valoración bastante mediocre de este género. Es cierto que el cine musical ha tenido siempre una dependencia extrema de los espectáculos teatrales que se generaban en Broadway o el West End londinense y, de hecho, la mayoría de las plasmaciones a la pantalla tienden a ser un continuo de números musicales que eluden el sentido cinematográfico y por tanto acaban convirtiéndose en acartonados números de baile que se suceden sin hilo argumental.
Pero a veces se produce el milagro y los números musicales se intercalan en la historia con sucesión de continuidad y no como meras interrupciones de alarde coreográfico y vocal. En este sentido, es fácil entender el misterio del porqué películas como Cantando bajo la lluvia o West side story permanecen en la memoria cinematográfica, superando su innegable solvencia como musicales.
Para valorar una película como West side story hay que prestar atención al conjunto de talentos que se dan cita en la misma. Quizás su aspecto más recordado sea la melódica y eterna música compuesta por Leonard Berstein –cuantas veces la hemos tarareado-, pero no podemos olvidar ni el guión del siempre eficaz Ernest Lehman sobre un libreto de Arthur Laurents donde se nos presenta ese Romeo y Julieta neoyorkino, ni las satíricas y modernas letras del por entonces principiante Stephen Sondheim. También destacan como nunca esos extraordinarios títulos de crédito finales en formato graffiti debidos al gran Saul Bass.
No obstante,  si esta película sobresale por encima de tantos musicales es debido a su moderna coreografía, obra del mítico Jerome Robbins. Y es que West side story fue un proyecto personal de este creador, quien propuso a Bernstein que compusiera la música para un espectáculo teatral donde la obra de Shakespeare tomaba tintes contemporáneos. Rodeado de un gran equipo, esta obra teatral se convirtió en un éxito arrollador en Broadway y propició su inmediata traslación a la pantalla grande. El director escogido fue Robert Wise, aunque este no dudó en reclamar la contribución de Robbins pues entendía que el éxito dependía absolutamente de su trabajo, pasando pues a ser co-director del film. El trabajo de Robbins fue impecable, aunando danza moderna con sensibilidad clásica y extrayendo de los jóvenes actores lo mejor de cada uno a partir de su altísimo nivel de exigencia. Los mismos actores reconocerían el estricto y sufrido trabajo al que fueron sometidos –provocando continuas lesiones-, así como la calidad de la obra realizada. De hecho, el perfeccionismo de Robbins y los constantes cambios que efectuaba para afinar la obra, llevaron a los productores a prescindir del coreógrafo cuando se llevaba rodado poco más de la mitad de la película, aunque por suerte el resto de números que faltaban habían sido ensayados con anterioridad.
Al visionar la película se percibe una conexión entre música y danza  excepcional, gracias a la estrecha colaboración entre Bernstein y Robbins. La música de este compositor no permite relajación alguna porque sus compases no son tradicionales, lo cual dificulta extraordinariamente la sincronización con el baile. Quizás sea este el detalle que puede pasar más desapercibido debido a la perfección de su trabajo y, sin embargo, es su piedra de toque, lo que convierte en notable este musical. Todos sus números son memorables y en todos logras percibir su perfección técnica con las ideas más arriesgadas como en La danza del gimnasio o en Cool. Por la perfecta sincronía –y vitalista alegría- de música y baile, su número de América es el más recordado; cabe recordar que es una mejora respecto a la interpretación teatral, donde sólo aparecían las mujeres en el baile, mientras que aquí la batalla de sexos permitía engrandecer la escena. Pero si hablamos de perfección en todos los sentidos –música, coreografía, montaje, escenarios, fotografía- es necesario recalar en el prólogo, un auténtico desafío técnico donde se combina un escenario realista con números de baile muy estilizados. Rodando con grúas desde diferentes ángulos, cavando una zanja para forzar un contrapicado o alternando diversos escenarios en continuidad, Robbins consigue un dinamismo en la acción como pocas veces se había visto, convirtiendo la violencia de las dos pandillas en pura elegancia y sofisticación. Los Jets vuelan sobre el escenario con ágiles y gráciles saltos que marcan su territorio, enfrentándose a unos Sharks que, agrupados con el rítmico chasquido de sus dedos, pretenden acabar con esa vigencia territorial. La música ejerce un papel fundamental, pasando de una suave presentación hasta un estallido final brutal a base de acelerar e intensificar sus notas. En casi quince minutos consiguen que el espectador no despegue sus ojos de la pantalla.
Naturalmente, aunque Jerome Robbins forjó su merecida fama en el teatro, supo llevar sus exitosas coreografías al cine como en el caso de El rey y yo o El violinista en el tejado. Estas dos aportaciones se alejan totalmente de lo ideado para West side story, pero son una muestra de su gran versatilidad. El violinista en el tejado es una película a recuperar, pues es un notable retrato de la vida de los judíos en la Rusia del XIX según las narraciones del judío Sholan Aleichem, en las cuales se basó Joseph Stein para crear su guión. Buenas interpretaciones, buena música y aunque no posee tantos números de baile destacables, su danza de la botella permanece como otro claro ejemplo de la capacidad que tenía Robbins para emocionar con el movimiento y su sabia adaptación a cualquier tipo de música, en este caso una bellísima melodía.