Desconozco que caprichoso motivo permite condenar al ostracismo a algunos autores, mientras otros siguen gozando del favor público o crítico. Me atrevo a conjeturar que ese supuesto capricho tiene que ver en la mayoría de ocasiones con la calidad del material y que por tanto el tiempo suele ejercer, ayudado por los vaivenes de la moda, una justicia implacable. Hemos visto recuperar a lo largo de la historia grandes obras que pasaron desapercibidas en su momento y que ahora descansan en el panteón de los clásicos gracias a algún azaroso motivo y por contra también conocemos multitud de autores consagrados en vida, cuyos libros reposan en las abarrotadas mesas de oportunidades y saldos.
De entre las definiciones que proponía Italo Calvino en su brillante ensayo Por qué leer los clásicos, con la intención de vislumbrar qué necesita un libro para llegar a ese estado, recupero estas dos: "Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo" y "Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone". Lo que viene a decir que hay autores y libros que permanecen imperturbables a cualquier tendencia porque ellos mismos constituyen el discurso de fondo del que se retroalimenta la cultura. Son libros que no necesitan protección porque, como decía Coetzee, se definen en sí mismos por la supervivencia.
Pero hay otro grupo de autores y libros que son dignos de mejor suerte y que muchas veces por motivos extra-literarios o por no obedecer al dictado de las modas culturales han perdido el merecido protagonismo que su calidad les auguraba. A veces, se da el caso de que son rescatados por pequeñas editoriales que apuestan por las buenas narraciones, sin tener tan en cuenta las variables de mercado y ventas, embarcándose en empresas casi suicidas para rescatar aquellos textos que no deberían acabar en el olvido.
Y uno de los casos más sorprendentes de metódico e injusto olvido ha sido el del italiano Giovanni Papini, quien fuera durante toda su vida un agitador cultural con una obra inquieta y muy exquisita por momentos. Papini pasó, tras su muerte, al menosprecio más absoluto debido a sus radicales posiciones ideológicas e incluso en España también sucumbió a esas variables del destino que le encumbraron a la popularidad gracias a sus escritos de carácter religioso, para anegarlo más adelante, obviando casi por completo lo mejor de su obra. Este nefasto olvido se está encargando de subsanarlo en la actualidad la editorial Rey Lear que parece empeñada en hacer una improba labor de rescate que deberán agradecer aquellos lectores que no habían podido conseguir ninguna de sus espléndidas obras.
Aunque por suerte, algunos supimos detectar a través del exquisito y siempre perspicaz lector que fue Jorge Luis Borges la enorme calidad que atesoraban las narraciones breves de Papini. Borges se encargó de seleccionar y prologar para su Biblioteca Personal sus tres mejores libros de cuentos, a la sazón Lo trágico cotidiano, El piloto ciego y Palabras y sangre, para incluir después una selección de los dos primeros en su mítica colección de La biblioteca de Babel. Supongo que semejante aval sería suficiente para desempolvar esos viejos textos, pero si además descubrimos que algunos relatos de Papini guardan una estrecha relación con los del ciego porteño, la dicha puede ser doble en los admiradores de la obra borgiana. Desde luego Borges nunca dudo en reconocer la maestría y su deuda con Papini, al que le unía una enciclopédica cultura e idéntico final en su ceguera.
Los relatos que componen estos tres memorables libros son pequeñas perlas alegórico-metafísicas. No son puramente fantásticos todos ellos, aunque contienen ligeros detalles que provocan extrañeza e inquietud como en la mejor narrativa de género; ante todo vienen a ser interesantes reflexiones filosóficas sobre un envoltorio narrativo muy imaginativo que evocan temas variados: la huida de los ideales cimentados en la juventud, el determinismo, la etérea belleza y el paso del tiempo, la incapacidad de comunicar, la inutilidad del sacrificio humano, el amor no correspondido y un largo etcétera de breves pero intensas meditaciones. Y es que no debemos olvidar que el primer interés de Papini fue la filosofía y en concreto su ambición por desmentir y contradecir cualquier sistema filosófico a partir de su obra El crepúsculo de los filósofos. Borges ya destacó esa faceta en sus textos: "Tales conceptos no fueron meras abstracciones para Papini. A su luz compuso los cuentos que integran este libro".
La fantasía e imaginación en los textos de Papini ejercen por momentos como demoledora diatriba, dominada por el absurdo del alma humano, de la que se desprende una constante sensación de necesidad vital por la diferencia, de huida del lugar común y de disconformidad con la gente corriente y sin inquietudes. Sus cuentos dejan un poso indeleble en cualquier lector y por ello es un grato descubrimiento que se me antoja como una necesaria recuperación.