miércoles, 29 de junio de 2011

Ilustrando sueños (III)


Los grandes genios de la ilustración moderna se han acercado mayoritariamente a los relatos maravillosos y sólo en contadas pero notables ocasiones han evocado los territorios más ominosos en su pintura. Y aunque en rigor el autor del que quiero hablar es un pintor que nunca ilustró historias, sus cuadros poseen tal fuerza magnética que me parecen la mejor representación posible del horror, de un mundo de pesadillas que viene relacionado con nuestro ancestral miedo.
Y es que el miedo es una sensación consustancial a nuestra naturaleza. Ya Lovecraft, en su clásico estudio sobre la literatura de terror, escribió: "Los primeros instintos y emociones del hombre fueron su respuesta al medio en que se encontraba inmerso. Los fenómenos cuyas causas y efectos comprendía despertaron en él sensaciones concretas, basadas en el placer y el dolor, mientras que en torno a los que no comprendía -y en los tiempos remotos el universo rebosaba de este tipo de fenómenos- fue urdiendo de forma natural las personificaciones, interpretaciones maravillosas y sensaciones de temor y de miedo propias de una raza cuyas ideas eran tan escasas y simples y su experiencia tan limitada". Las religiones se han edificado sobre la base de este atávico temor a lo desconocido, creando terroríficos personajes y lúgubres espacios para conseguir mantener a la población en un estado de gratitud y permanente obligación de culto. Asimismo, las artes han colaborado desde siempre para mantener este temor, pero en la época moderna parecen haberse desligado de la creencia para expresarse con voz propia, o dicho en palabras de Rafael Llopis: "La creencia se ha convertido en estética. El pathos se ha retirado del mundo y se ha integrado en el yo".
El ser humano necesita mantenerse vivo a través de las emociones; el mismo miedo a la muerte y todo lo que la rodea provoca una cierta conmoción que, paradojicamente, nos hace sentir muy vivos. El horror de una pesadilla nocturna nos paraliza pero, de la misma manera, reactiva nuestra necesidad de supervivencia, de querer saber que aún en el peor de nuestros sueños sobreviviremos. Decía Savater que "si pudiéramos ver la muerte como algo realmente necesario, como plenamente natural, nada nos impresionaría terroríficamente de ella: ni su presencia, ni la corrupción que acarrea ni ninguno de sus síntomas".
Si ha existido alguna vez un pintor que haya soñado los territorios de la pesadilla, la muerte y la fantasía en plena comunión ese es sin duda el increíble Zdzislaw Beksinski. Este artista, al que ocasionalmente se le han intentado buscar influencias en Boecklin, Turner y otros, es un creador de mundos verdaderamente extraños. Sus obras muestran paisajes yermos y desolados con edificios que parecen tener vida propia y habitados en ocasiones por insólitas criaturas de porte espectral, bañadas por una luz hermosa y misteriosa pero a la vez amenazante, como propia de un infierno que atrae a su alucinante mundo. La claustrofóbica sensación que encierran algunos de sus cuadros y el permanente tono irreal de pesadilla, confieren a estas pinturas una impresión de congoja y angustia en el alma del espectador. Pocas veces el terror ha sido dibujado con tanta eficacia y me atrevo a pensar que estos delirantes cuadros hubieran sido inspiración para muchos autores clásicos del género. Las obras no tienen título y ni siquiera su autor les da significado, son "un autorretrato espiritual capaz de acarrear pesadillas en los demás". Para Beksinski la pesadilla de uno puede no ser sorprendente para otro, pero cuando al despertar se analizan los datos, choca la extrañeza de lo soñado y de lo terrible que hubiera sido encontrar lo mismo en las horas de vigilia. Su pintura parece querer representar el horror de esos sueños y así haciendo explícito y dando fuerza a algo que inicialmente no lo tenía.
Sus obras se encuentran en la red con facilidad, pero aquí os muestro una selección personal con el fondo musical del inquietante Adagio de Música para cuerdas, percusión y celesta de Béla Bartók.




lunes, 13 de junio de 2011

Los secretos del bosque

El bosque es un territorio de fuerza simbólica muy antiguo. Lugar de sombras, caos e inseguridad pero también espacio de paz y refugio para aquellos que no demuestran temor. El bosque es uno de los elementos fundamentales y vertebradores de gran parte de los relatos que pertenecen al fantástico-maravilloso, pues como señala Vladimir Propp en Las raíces históricas del cuento: "el bosque del cuento maravilloso, refleja por un lado, la reminiscencia del bosque como lugar donde se celebra el rito y, por otro lado, como entrada al reino de los muertos".
Un universo de características tan mágicas, capaz de desarrollar una creencia religiosa que atribuye alma propia a todos los seres, orgánicos e inorgánicos, y a los fenómenos de la naturaleza, es decir, al animismo, no puede pasar desapercibido a la creación literaria. El folklore popular y la literatura fantástico-maravillosa han otorgado al bosque y los seres que lo habitan un papel preponderante en sus textos. La función de árboles, plantas, elementos o animales en la narrativa del maravilloso puro es esencialmente formar parte del entramado como algo natural pero con entidad propia o en palabras de Todorov "los elementos sobrenaturales no provocan ninguna reacción particular ni en los personajes, ni en el lector implícito. La característica de lo maravilloso no es una actitud hacia los acontecimientos relatados sino la naturaleza misma de esos acontecimientos".
En 1935 publicaba Dino Buzzati El secreto del bosque viejo, un pequeño libro con armazón fabulístico que representa un auténtico canto a la naturaleza urdido con poético texto. La historia habla de ese bosque y los seres que lo habitan, de sus propietarios oficiales y de sus moradores y esencialmente de la relación que se establece entre ambos. El viento, los árboles o los pájaros recobran ese espíritu animista y conviven en ese misterioso y mágico espacio con la gente del pueblo en perfecta comunión. La llegada del coronel Procolo, como nuevo amo del bosque, altera la relación de sus habitantes debido a su rudeza y su huraño carácter, pero también significará una inadvertida conversión en el corazón del propio coronel. Aunque Buzzati nos dice que "el mundo no está capacitado para conocer los encantos del bosque", es evidente que él los conoce, los desgrana y nos hace ver que la comunión entre bosque y ser humano nos hace mejores, aunque también advierte que "los animales y las plantas manifiestan una mayor vitalidad cuando se sienten acompañados de los niños y sus dotes de expresión aumentan hasta producir verdaderos coloquios".
Y es que en El secreto del bosque viejo hay cuervos vigías que advierten de la llegada de extraños, vientos que combaten por el dominio del bosque, genios que forman parte del alma de los árboles, asambleas de pájaros capaces de juzgar la maldad del coronel y todo ello relatado con la naturalidad de un lenguaje que no nos hace sentir extraño todo lo que cuenta. El bosque, a través de la fábula, ejerce de espacio redentor para el coronel Procolo en el momento de la muerte, enraizando así con historias clásicas como El gigante egoista de Wilde o tantas otras donde el protagonista queda purificado por sus acciones finales.
Pero el misterio del bosque que nos proporciona Buzzati se encuentra en su forma de mirar la realidad, en su asombrosa capacidad de crear imágenes serenas, aunque de enorme fuerza dramática. Quizás solo Wenceslao Fernández Flórez en El bosque animado fue capaz de crear un tapiz semejante, con la salvedad de haber separado espacio animístico y humano. 
Ya escribió Borges que: "Podemos conocer a los antiguos, podemos conocer a los clásicos, podemos conocer a los escritores del siglo XIX y a los del principio del nuestro, que ya declina. Harto más arduo es conocer a los contemporáneos. Son demasiados y el tiempo no ha revelado aún su antología. Hay, sin embargo, nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos es, verosímilmente, el de Dino Buzzati".