Los grandes genios de la ilustración moderna se han acercado mayoritariamente a los relatos maravillosos y sólo en contadas pero notables ocasiones han evocado los territorios más ominosos en su pintura. Y aunque en rigor el autor del que quiero hablar es un pintor que nunca ilustró historias, sus cuadros poseen tal fuerza magnética que me parecen la mejor representación posible del horror, de un mundo de pesadillas que viene relacionado con nuestro ancestral miedo.
Y es que el miedo es una sensación consustancial a nuestra naturaleza. Ya Lovecraft, en su clásico estudio sobre la literatura de terror, escribió: "Los primeros instintos y emociones del hombre fueron su respuesta al medio en que se encontraba inmerso. Los fenómenos cuyas causas y efectos comprendía despertaron en él sensaciones concretas, basadas en el placer y el dolor, mientras que en torno a los que no comprendía -y en los tiempos remotos el universo rebosaba de este tipo de fenómenos- fue urdiendo de forma natural las personificaciones, interpretaciones maravillosas y sensaciones de temor y de miedo propias de una raza cuyas ideas eran tan escasas y simples y su experiencia tan limitada". Las religiones se han edificado sobre la base de este atávico temor a lo desconocido, creando terroríficos personajes y lúgubres espacios para conseguir mantener a la población en un estado de gratitud y permanente obligación de culto. Asimismo, las artes han colaborado desde siempre para mantener este temor, pero en la época moderna parecen haberse desligado de la creencia para expresarse con voz propia, o dicho en palabras de Rafael Llopis: "La creencia se ha convertido en estética. El pathos se ha retirado del mundo y se ha integrado en el yo".
El ser humano necesita mantenerse vivo a través de las emociones; el mismo miedo a la muerte y todo lo que la rodea provoca una cierta conmoción que, paradojicamente, nos hace sentir muy vivos. El horror de una pesadilla nocturna nos paraliza pero, de la misma manera, reactiva nuestra necesidad de supervivencia, de querer saber que aún en el peor de nuestros sueños sobreviviremos. Decía Savater que "si pudiéramos ver la muerte como algo realmente necesario, como plenamente natural, nada nos impresionaría terroríficamente de ella: ni su presencia, ni la corrupción que acarrea ni ninguno de sus síntomas".
Si ha existido alguna vez un pintor que haya soñado los territorios de la pesadilla, la muerte y la fantasía en plena comunión ese es sin duda el increíble Zdzislaw Beksinski. Este artista, al que ocasionalmente se le han intentado buscar influencias en Boecklin, Turner y otros, es un creador de mundos verdaderamente extraños. Sus obras muestran paisajes yermos y desolados con edificios que parecen tener vida propia y habitados en ocasiones por insólitas criaturas de porte espectral, bañadas por una luz hermosa y misteriosa pero a la vez amenazante, como propia de un infierno que atrae a su alucinante mundo. La claustrofóbica sensación que encierran algunos de sus cuadros y el permanente tono irreal de pesadilla, confieren a estas pinturas una impresión de congoja y angustia en el alma del espectador. Pocas veces el terror ha sido dibujado con tanta eficacia y me atrevo a pensar que estos delirantes cuadros hubieran sido inspiración para muchos autores clásicos del género. Las obras no tienen título y ni siquiera su autor les da significado, son "un autorretrato espiritual capaz de acarrear pesadillas en los demás". Para Beksinski la pesadilla de uno puede no ser sorprendente para otro, pero cuando al despertar se analizan los datos, choca la extrañeza de lo soñado y de lo terrible que hubiera sido encontrar lo mismo en las horas de vigilia. Su pintura parece querer representar el horror de esos sueños y así haciendo explícito y dando fuerza a algo que inicialmente no lo tenía.
Sus obras se encuentran en la red con facilidad, pero aquí os muestro una selección personal con el fondo musical del inquietante Adagio de Música para cuerdas, percusión y celesta de Béla Bartók.