miércoles, 28 de diciembre de 2011

Un cajón de cuentos (XIX): Ondina de Friedrich de la Motte Fouqué


La evolución mitológica de las sirenas desde su forma de monstruo con cabeza y pecho de mujer y cuerpo de ave hasta trocar éste por uno de pez de larga cola va pareja a su transmutación de un ser perniciosamente seductor en busca de víctimas a otro más melancólico y erótico, pero igualmente cautivador. En la Edad Media, la sirena se convierte en un personaje muy atractivo debido a su atemporalidad y su no pertenencia completa al mundo de los humanos. Paracelso la cita en su Libro de las ninfas, sílfides, pigmeos, salamandras y de otros espíritus – inspiración directa para la obra de Fouqué- y el arte se encarga de representarla en capiteles, pinturas, sillerías y otras manifestaciones artísticas como motivo de la tentación y la perdición a la que se ve abocado el ser humano, algo ya presente en las obras griegas clásicas de Homero o Apolonio de Rodas. En la mitología germánico-escandinava, el equivalente a las sirenas son las ondinas, que suelen habitar en manantiales, lagos y ríos.
Y es en el contexto de la literatura germánico-escandinava donde reaparece el mito de la ondina-sirena como tema recurrente del Romanticismo. En la búsqueda de las raíces populares, el cuento se recupera como género literario y se diverge en cuento popular —de transmisión oral sin autor conocido— y cuento de autor —composición en base a una historia o leyenda popular—. Según Novalis, el cuento constituye el único género capaz de reconstruir una imagen de la perfección futura a partir de una edad de oro pasada, donde los hombres vivían en armonía con la naturaleza. Asimismo se recupera el espíritu de una religiosidad primigenia, como bien apunta José Rafael Hernandez Arias: “La prioridad que dio el Romanticismo al sentimiento y a lo espiritual provenía de una mirada religiosa. Safranski tiene razón cuando habla del Romanticismo como una continuación de la religión con medios estéticos (…) El bosque, la noche, lo mágico y maravilloso, el demonio, la muerte, la locura, los sueños, las experiencias místicas, estos motivos aparecen una y otra vez en las obras del Romanticismo, obsesivamente, acompañados de una crítica de la vida urbana como corruptora de la naturalidad del ser humano y de una transfiguración del mundo medieval en el que se cree encontrar una fe verdadera”.
En consecuencia, partiendo del género cuentístico y recuperando esa fe mística religiosa, la ondina se presenta en la literatura como el sueño romántico de la inocencia e ingenuidad primitiva. Tenemos variados ejemplos de ondinas y sirenas en la narrativa de esta época, como la celebérrima La sirenita  de Hans Christian Andersen, que es una variante infantil de ese amor no correspondido. Mucho menos intenso que el de Andersen y con la ondina como ser maléfico capaz de alejar a los enamorados, es el cuento de La ondina del estanque, recopilado por los hermanos Grimm. Quizás uno de los mejores cuentos de Oscar Wilde sea El pescador y su alma, pues trata dos temas fantásticos de forma excepcional: la sirena enamorada y el hombre sin alma o una variante del doble. Es curioso destacar que en España también existen dos ejemplos post-románticos, uno debido a Gustavo Adolfo Bécquer que en Los ojos verdes nos transmite la trágica historia de un gentilhombre seducido por la belleza de un ser que habita en un manantial. Por otro lado tenemos la historia de La ondina del lago azul de Gertrudis Gómez de Avellaneda, donde un joven soñador se ve atrapado por una supuesta habitante del lago. La historia tiene una explicación racional, pero abre las puertas a lo sobrenatural para quien decida creer.
Pero sin duda el relato más extraordinario concebido sobre estos seres es la Ondina de Friedrich de la Motte Fouqué. De sus libros, parece que sólo se siguen leyendo sus dos relatos más largos, el que nos ocupa y La mandrágora, aunque en su tiempo fue uno de los escritores más populares de esa segunda hornada de genios románticos alemanes. Fouqué fue uno de los íntimos de Hoffmann, con quien se reunía en torno a las tertulias literarias que éste celebraba en compañía de otros amigos como el escritor Adelbert von Chamisso, bajo el título de “Orden de los Serafines” y que más tarde pasarían a denominarse “Hermanos de San Serapión” –veladas recogidas por Hoffmann en su recopilación cuentística de Los hermanos de San Serapión-. Cabe recordar asimismo que sería Hoffmann el encargado de convertir esta narración en una ópera con libreto de Fouqué.
La historia relatada en Ondina  es de una belleza cautivante. En ella se transmite todo lo apuntado sobre el misterio de la fe y la naturaleza. La existencia libre y salvaje de Ondina choca con el correcto comportamiento cristiano representado por la figura del sacerdote, pero al que todos los demás personajes se atienen. La parte no humana de Ondina tiende a aflorar a pesar de obtener el amor deseado, mostrando así el autor la atracción que siente el ser humano por aquello que se relaciona con el más allá y el temor a sus consecuencias. La rivalidad surgida entre las dos mujeres del relato simboliza esa dualidad entre la norma social y el individuo en comunión con la naturaleza que pregonan los autores románticos. Un mundo fantástico se entremezcla  con el real y consigue atraparnos el misterio de esos seres que pueblan el bosque y el lago, las evocadoras descripciones paisajísticas de Fouqué nos trasladan a un mundo de fantasía medieval contrastando la serenidad  y vitalidad de la vida en la naturaleza con la tristeza permanente que emana  de la vida en el castillo y la ciudad. Como cualquier historia de ondinas, todo tiende hacia la tragedia, ya que ese estado no humano no tiene cabida en un mundo que censura lo inexplicable. Pero la belleza de este texto parte de ese canto al primitivismo y la irracionalidad, donde la naturaleza se incorpora a la vida de los seres humanos y donde las palabras sugieren y evocan mundos casi oníricos.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Bitter Bierce




"Cínico: Un sinvergüenza cuya defectuosa visión ve las cosas como son, y no como debieran ser. De ahí la costumbre entre los escintios de sacarle los ojos al cínico para que viese mejor.
Sátira: Tipo de creación literaria ya obsoleta en la que los vicios e ineptitudes de los enemigos del autor eran expuestos con una ternura imperfecta. En este país, la sátira nunca ha existido excepto en un estado enfermizo e incierto, ya que su esencia es el ingenio, el cual es extremadamente escaso por aquí.
Ingenio: La sal con la que el humorista americano estropea sus guisos intelectuales al no utilizarla nunca".
Con el sobrenombre de “Bitter” (amargo) fue conocido el escritor norteamericano Ambrose Bierce. Pero esencialmente Bierce era un cínico que despreciaba las convenciones sociales y que utilizaba su mordaz ingenio para crear geniales sátiras en forma de breves cuentos, fábulas o en definiciones como las anteriores pertenecientes a su vitriólico y perenne Diccionario del diablo, donde se nos muestran esas sensaciones entre jocosas y desazonadoras que son comunes a todos sus textos.
Ambrose Bierce fue un reconocido escritor y periodista que ha pasado a la posteridad por ser el creador de una narrativa breve ferozmente crítica, irónica y de corte grotesco. La lectura de sus obras más emblemáticas como Cuentos de soldados y civiles, ¿Pueden suceder tales cosas?, Diccionario del diablo o Fábulas fantásticas siguen siendo fuente inagotable de comicidad y angustia a parte iguales. Es muy probable que Bierce necesite un reconocimiento urgente que le autorice como una de las voces narrativas más influyentes  de la literatura y el cine norteamericanos del siglo XX y que supere su status de creador de literatura de género. Quizás la reedición de sus más significativas obras en Alianza, acompañadas por la eficaz tarea que ha realizado Valdemar con buena parte de sus textos signifique que se empieza a revalorizar su figura.
Y es que el humor y el dramatismo parecen ir hermanados tanto en su vida como en su obra. Ambrose fue el décimo de trece hermanos que compartieron, verbigracia de su progenitor, la curiosa e hilarante idea de comenzar todos sus nombres de pila por la letra “A”. Su azarosa vida le llevaría a alistarse en el ejército de la Unión como combatiente y vivir así los horrores de la guerra en primera fila, experiencia que quedaría reflejada como pocas veces se ha visto en sus Cuentos de soldados y civiles. Las muertes de sus hijos o de su segunda esposa agriaron un poco más el carácter de tan pesimista personaje y así, cansado de la vida y tras acabar de recopilar sus obras completas, decidió marchar al México de la revolución donde su rastro se perdería para siempre. Antes de partir enviaría una carta a la esposa de su sobrino, donde dejaría patente ese menosprecio vital y un irreverente sentido del humor, como el que le hizo famoso en sus narraciones y artículos periodísticos:
“Querida Lara: Mañana parto para una larga temporada, de forma que esta es sólo para decir adiós. Creo que no vale la pena añadir nada más; dado lo cual esperarás, por supuesto, una larga carta. ¡Cuan intolerable sería este mundo si sólo dijéramos lo que vale la pena decir! Y no hiciéramos nunca nada estúpido, como ir a México y Sudamérica (…) ¡Que le den a la civilización! Yo prefiero las montañas y el desierto.
Adiós. Si oyes que me han puesto contra un paredón mexicano y disparado, por favor, piensa que yo lo veo como una bonita manera de partir de esta vida. Supera en mucho la vejez, la enfermedad o una caída por las escaleras de la bodega. ¡Ser gringo en México: eso sí es eutanasia!
Con cariño a Carlt, afectuosamente tuyo, Ambrose.”
Existen en las historias de Bierce una causticidad nada amable que asombra al aproximarse por primera vez. De ahí que cuentos tan directos como Aceite de perro, Mi crimen favorito o El hipnotizador sean tomados como puramente macabros, ya que retratan a personajes que hacen del crimen una virtud irreprochable en contraste con el horror que se deriva de sus acciones, es decir, que el cinismo del autor provoca que veamos acontecimientos totalmente reprobables como actos naturales. Bierce juega con sus personajes, situándolos al límite de lo angustioso y recreándose en su tormento, pero también lo hace con el lector al girar sorprendentemente los acontecimientos con relatos como su célebre Suceso en el puente sobre el río Owl o con tantos otros como Un tiro de gracia, Uno de los desaparecidos, El dedo corazón del pie derecho, Circunstancias apropiadas, etc. El lacónico lenguaje utilizado por el autor convierte muchas de sus historias en piezas perfectas de concisión y eficacia, quizás poco elegantes pero siempre acertadas.
Aunque algunas veces Bierce utiliza explicaciones sobrenaturales, e incluso la ambientación casi onírica de relatos como Chickamauga o Un habitante de Carcosa hace pensar en cuentos de terror metafísico, su horror es más físico y psicológico en la línea de su maestro Poe o del genial Maupassant. De hecho es un escritor esencialmente satírico, aunque su corrosivo cinismo y sus apuntes entre sádicos y nihilistas le han impedido hacerse un nombre entre los grandes de la sátira. Su imagen de sarcástico, pesimista y misántropo ha sido un lastre en su valoración e incluso él era consciente de las limitaciones que esto suponía, llegando a pensar en titular unas posibles memorias como “la autobiografía de un hombre malentendido”. Y es que la sátira que tan bien cultivó deriva de su preocupación por combatir la hipocresía, la mentira y el vicio de una sociedad corrupta. El problema  es que sus ataques no se acababan en eso.
En todo caso conviene leer o releer al Bierce de narrativa corta y tener siempre a mano su Diccionario del diablo para encarar la vida con la mente despierta.

martes, 22 de noviembre de 2011

Próspero en Grecia



La Tempestad, última obra de Shakespeare, se suele interpretar como una summa de su teatro; en palabras de Jan Kott, “un drama sobre las ilusiones perdidas, sobre la amargura de la sabiduría y la fragilidad  y persistencia de la esperanza”. Si convenimos que Shakespeare es una cima literaria inalcanzable, aceptaremos que reescribir una obra llena de tantos matices supone una auténtica temeridad, pero salir más o menos airoso con la propuesta es un logro digno de admiración.
Y es que en 1965 el escritor británico John Fowles publicaba una variante de la obra del bardo inglés titulada El mago, obra que le tuvo atrapado durante más de una década y que incluso llegaría a reescribir para una edición revisada en 1977. Situada entre sus dos trabajos más reconocidos, El coleccionista (1963) y La mujer del teniente francés (1969), esta obra es una propuesta compleja y fascinante que ha cautivado a muchos lectores entre los que me encuentro, aunque para muchos otros es la más irregular de sus novelas porque no alcanza todas sus pretensiones –curioso que a pesar del titánico esfuerzo que supuso para Fowles, nunca se sintió plenamente satisfecho de su logro-.
La historia recoge la aventura iniciática de Nicholas Urfe, un descreído y ególatra personaje que huye del amor de su ex-novia Alison, a quien no ha sido capaz de corresponder, para instalarse como profesor de inglés en una escuela-residencia de la isla griega de Phraxos. En este luminoso espacio, conocerá a un enigmático y adinerado personaje llamado Conchis que vive en una villa casi inaccesible. A partir de este momento se sucederán una serie de juegos y charadas que pondrá en marcha este creador misterioso y que abocarán a Urfe hacia una laberíntica trama de engaños y complicaciones a los que se someterá voluntaria o involuntariamente. Como un gran Dios creador, Conchis organiza  un gran metateatro que implica al lector, quien se ve igualmente embaucado y enredado en la trama, al hacerse cómplice de la situación de Urfe –la pretensión inicial de Fowles era titular la obra como The Godgame-. Junto a este hermético personaje, aparecen dos hermanas gemelas de nombres Lily y Rose que simbolizan para Susana Ortega “la faceta espiritual y carnal de Alison, la novia de Nick, una mujer completa que contiene en sí todas las potencialidades del alma, pero cuyo valor este nunca ha sido capaz de apreciar” y que tienen una importancia esencial en el juego simbólico pretendido –la azucena blanca y la rosa roja son símbolos utilizados en la poesía inglesa Romántica y Victoriana para expresar la concepción patriarcal de la mujer como ser dual y contradictorio. El origen de esta simbología se remonta a la leyenda cristiana según la cual el rosal blanco que tenía Eva en el Jardín del Edén se tornó rojo de vergüenza tras cometer ésta el pecado original-.
El moderno Próspero que es Conchis realiza un trabajo de autoanálisis con el personaje central. De hecho, la novela recoge las teorías psicoanalíticas de Jung que tanto interesaban al autor por aquellos años, al pretender abordar la conexión entre la psique y las manifestaciones culturales, es decir, incorporando en su metodología la historia, la mitología, el arte, los sueños o la religión. Toda la trama central de la novela es un continuo de experiencias a las que se ve sometido el personaje principal, una marioneta descreída en manos de un Dios supremo que desea dar una lección moral. Pero como buen terapeuta analítico, Conchis no es sistemático y amolda sus juegos en base a las respuestas ofrecidas.
En El mago existe un viaje iniciático, pero también es un libro que combina magistralmente la historia, el erotismo o la mitología en un ambiente de misterio y suspense. En ciertos momentos aparece como una reescritura de novela gótica, pero envuelta por un escenario atípico como es la intensa luz y la calma de una isla griega. Este ambiente, que parece en principio poco propicio para el misterio, se convierte en una baza muy acertada de la novela. La confusión tramada por Fowles, con sus giros inesperados o las constantes idas y venidas de las gemelas, evocadoras de esa escisión apuntada anteriormente sobre el esteriotipo patriarcal de la Eva pecadora y la virginal María, consigue confundir al lector tanto como al protagonista hasta que llega a entender la finalidad del Juego Supremo, donde nosotros actuamos como espectadores de una gran función que se cierra con los versos finales que recoge el autor: “Mañana habrá amor para el que nunca ha amado y para el que ama habrá mañana amor”. Pero para aquel que no haya sabido desentrañar el misterio siempre quedan las palabras que en un momento dado le dirige Conchis a Urfe: “El ser humano necesita que haya misterios. Lo que no necesita precisamente es que se resuelvan”.
La aventura incomparable que supone esta lectura es una gran experiencia. El autor teje una tela de araña como el propio mago, como el mismo Próspero, donde el lector acaba naufragando voluntariamente. Mi deseo es seguir dejándome llevar por los misterios de este escritor.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Coreografiando emociones

Los musicales nunca han tenido mucha predicación en nuestro país. Con la salvedad de algunos números antológicos o de algunas películas que han superado la barrera del tiempo a fuerza de demostrar la validez de su discurso, nos encontramos con una valoración bastante mediocre de este género. Es cierto que el cine musical ha tenido siempre una dependencia extrema de los espectáculos teatrales que se generaban en Broadway o el West End londinense y, de hecho, la mayoría de las plasmaciones a la pantalla tienden a ser un continuo de números musicales que eluden el sentido cinematográfico y por tanto acaban convirtiéndose en acartonados números de baile que se suceden sin hilo argumental.
Pero a veces se produce el milagro y los números musicales se intercalan en la historia con sucesión de continuidad y no como meras interrupciones de alarde coreográfico y vocal. En este sentido, es fácil entender el misterio del porqué películas como Cantando bajo la lluvia o West side story permanecen en la memoria cinematográfica, superando su innegable solvencia como musicales.
Para valorar una película como West side story hay que prestar atención al conjunto de talentos que se dan cita en la misma. Quizás su aspecto más recordado sea la melódica y eterna música compuesta por Leonard Berstein –cuantas veces la hemos tarareado-, pero no podemos olvidar ni el guión del siempre eficaz Ernest Lehman sobre un libreto de Arthur Laurents donde se nos presenta ese Romeo y Julieta neoyorkino, ni las satíricas y modernas letras del por entonces principiante Stephen Sondheim. También destacan como nunca esos extraordinarios títulos de crédito finales en formato graffiti debidos al gran Saul Bass.
No obstante,  si esta película sobresale por encima de tantos musicales es debido a su moderna coreografía, obra del mítico Jerome Robbins. Y es que West side story fue un proyecto personal de este creador, quien propuso a Bernstein que compusiera la música para un espectáculo teatral donde la obra de Shakespeare tomaba tintes contemporáneos. Rodeado de un gran equipo, esta obra teatral se convirtió en un éxito arrollador en Broadway y propició su inmediata traslación a la pantalla grande. El director escogido fue Robert Wise, aunque este no dudó en reclamar la contribución de Robbins pues entendía que el éxito dependía absolutamente de su trabajo, pasando pues a ser co-director del film. El trabajo de Robbins fue impecable, aunando danza moderna con sensibilidad clásica y extrayendo de los jóvenes actores lo mejor de cada uno a partir de su altísimo nivel de exigencia. Los mismos actores reconocerían el estricto y sufrido trabajo al que fueron sometidos –provocando continuas lesiones-, así como la calidad de la obra realizada. De hecho, el perfeccionismo de Robbins y los constantes cambios que efectuaba para afinar la obra, llevaron a los productores a prescindir del coreógrafo cuando se llevaba rodado poco más de la mitad de la película, aunque por suerte el resto de números que faltaban habían sido ensayados con anterioridad.
Al visionar la película se percibe una conexión entre música y danza  excepcional, gracias a la estrecha colaboración entre Bernstein y Robbins. La música de este compositor no permite relajación alguna porque sus compases no son tradicionales, lo cual dificulta extraordinariamente la sincronización con el baile. Quizás sea este el detalle que puede pasar más desapercibido debido a la perfección de su trabajo y, sin embargo, es su piedra de toque, lo que convierte en notable este musical. Todos sus números son memorables y en todos logras percibir su perfección técnica con las ideas más arriesgadas como en La danza del gimnasio o en Cool. Por la perfecta sincronía –y vitalista alegría- de música y baile, su número de América es el más recordado; cabe recordar que es una mejora respecto a la interpretación teatral, donde sólo aparecían las mujeres en el baile, mientras que aquí la batalla de sexos permitía engrandecer la escena. Pero si hablamos de perfección en todos los sentidos –música, coreografía, montaje, escenarios, fotografía- es necesario recalar en el prólogo, un auténtico desafío técnico donde se combina un escenario realista con números de baile muy estilizados. Rodando con grúas desde diferentes ángulos, cavando una zanja para forzar un contrapicado o alternando diversos escenarios en continuidad, Robbins consigue un dinamismo en la acción como pocas veces se había visto, convirtiendo la violencia de las dos pandillas en pura elegancia y sofisticación. Los Jets vuelan sobre el escenario con ágiles y gráciles saltos que marcan su territorio, enfrentándose a unos Sharks que, agrupados con el rítmico chasquido de sus dedos, pretenden acabar con esa vigencia territorial. La música ejerce un papel fundamental, pasando de una suave presentación hasta un estallido final brutal a base de acelerar e intensificar sus notas. En casi quince minutos consiguen que el espectador no despegue sus ojos de la pantalla.
Naturalmente, aunque Jerome Robbins forjó su merecida fama en el teatro, supo llevar sus exitosas coreografías al cine como en el caso de El rey y yo o El violinista en el tejado. Estas dos aportaciones se alejan totalmente de lo ideado para West side story, pero son una muestra de su gran versatilidad. El violinista en el tejado es una película a recuperar, pues es un notable retrato de la vida de los judíos en la Rusia del XIX según las narraciones del judío Sholan Aleichem, en las cuales se basó Joseph Stein para crear su guión. Buenas interpretaciones, buena música y aunque no posee tantos números de baile destacables, su danza de la botella permanece como otro claro ejemplo de la capacidad que tenía Robbins para emocionar con el movimiento y su sabia adaptación a cualquier tipo de música, en este caso una bellísima melodía.


martes, 25 de octubre de 2011

Un cajón de cuentos (XVIII): La puerta abierta de Margaret Oliphant

En la literatura anglosajona del siglo XIX se produjo un auténtico boom de escritoras atraídas por el género fantástico, desde las más emblemáticas Mary Shelley, Ann Radcliffe o Emile Brontë hasta las más o menos reconocibles por los amantes del género, Edith Nesbit, Edith Wharton, Vernon Lee, Willa Carther, Charlotte Riddell, Helena Petrovna Blavatsky y un largo etcétera de autoras que se perdieron en el camino, pero que abrieron una vía para el posterior reconocimiento de otras grandes del siglo XX que bordearon el fantástico con absoluta maestría como Isak Dinesen, Shirley Jackson, Dafne du Maurier o Angela Carter.
Es posible constatar que tanto la novela gótica como el posterior cuento de fantasmas victoriano estuvieron dominados por escritoras, como también se puede afirmar que el público que más se deleitaba con los misterios y terrores de la época era el femenino, quizás por tener tiempo y capacidad lectora muy superior al de los hombres. Se han apuntado numerosas hipótesis para esclarecer este fenómeno singular y sobre el primer supuesto, el porqué de tantas escritoras adscritas al género, Michael Cox y R. A. Gilbert se aventuran a exponer que “tal vez las mujeres, al vivir en los márgenes de la sociedad durante el siglo XIX, se vieran impelidas de un modo especial a escribir sobre los márgenes de lo visible, pues las historias de fantasmas abordan el tema del poder y, por lo tanto, bien podría esperarse que atrajeran a quienes sienten la falta de autonomía en su propia existencia. Desde un punto de vista más técnico, Julia Briggs ha sugerido que el gusto por lo legendario y la sensibilidad a los estados de ánimo y a las atmósferas dotan (a las mujeres) para esta forma concreta”. Lo cierto es que en una sociedad de estricta moral y rígidas costumbres, la mujer se veía encorsetada y una de sus grandes vías de evasión era la lectura –recordemos la gran tradición pictórica al respecto-, por lo que las revistas y semanarios dedicadas a su potencial sensibilidad fueron en aumento y con ellas la mayor demanda de autoras femeninas que empezaron a proliferar para ofrecernos auténticas joyas del género breve que se adecuaba mejor al formato. Así “la literatura fantástica y de terror consiguió rápidamente un puesto destacado entre los gustos literarios de las mujeres –junto a los melodramas románticos y las novelas históricas-, porque las trasladaba a lugares exóticos y misteriosos, les hacía vivir aventuras increíbles sin correr riesgo y, además, alimentaba su fascinación por lo sobrenatural y lo macabro, oponiendo lo imposible a la razón” en palabras de Antonio José Navarro.
Y es que al adentrarnos propiamente en el cuento de fantasmas victoriano nos encontramos con algunas autoras de calidad excepcional. De entre todas ellas descolla de forma breve pero contundente Margaret Oliphant, la autora de uno de los relatos más memorables del género, La puerta abierta, auténtica pieza maestra admirada por el mismo M. R. James. Esta prolífica escritora es casi exclusivamente recordada por esta historia, a pesar de haber escrito más de cien obras a lo largo de su vida. Sobre los tintes trágicos de su vida siempre se ha resaltado la penuria sufrida por haber perdido a su marido y sus siete hijos, detalle que me parece muy destacable para entender la concepción dramática de esta historia.
La puerta abierta es un relato de fantasmas muy intenso que consigue una tensión inusual en este tipo de obras. Conjuga a la perfección los elementos clásicos sobre historias de aparecidos a través de esa mansión en ruinas envuelta por la noche cerrada y brumosa, con el dramatismo de un padre luchando por encontrar la solución para ayudar a dos niños que sufren en común a través de un invisible hilo que los comunica. Una naturaleza capaz de transmitir sensaciones y ecos del pasado, una simbólica puerta que aguanta los derruidos muros de la casa abandonada y una lastimera voz que reclama son suficientes para conseguir estremecer al lector. Es probable que la autora realizase en este relato un ejercicio de regresión para comunicarnos mediante la literatura la tristeza de su pasado, cosa que logra de forma inolvidable.
Margaret Oliphant supo exponer en su cuento la turbadora sensación que pueden desprender las buenas historias espectrales como cuando hace explicar al narrador que “hay momentos y sonidos en la naturaleza perfectamente comprensibles, como el crujido de las pequeñas ramas en la escarcha, o la gravilla del sendero, que a veces producen un efecto tan fantástico que uno se pregunta intrigado quién lo ha producido; pero esto sucede cuando no hay un verdadero misterio. Les aseguro que estos efectos son incomparablemente más turbadores cuando se sospecha que hay algo”.

lunes, 3 de octubre de 2011

Retorno a las tinieblas

 La Europa del desarrollo y el progreso de finales del siglo XIX sostuvo su fuerza económica gracias al avance del modelo colonialista, claro que este sistema de imperialismo colonial supuso para el extenso territorio africano un retroceso incuestionable que todavía se perpetúa, al sustituir el sistema esclavista por una civilizada explotación de recursos humanos y materiales. Pero si hemos de contabilizar el drama soportado por los habitantes indígenas de dicho continente, ninguno parece comparable al trágico destino padecido por la maltrecha población del Congo Belga, ya que, bajo el mandato del supuesto filántropo y benefactor Leopoldo II de Bélgica, se perpetró uno de los genocidios más execrables y desconocidos de la humanidad. 
Ahora, gracias a la encomiable labor de Ediciones del Viento, se han recuperado por primera vez en español cuatro documentos básicos que atestiguan esta sobrecogedora historia. Recogidos bajo el título de La tragedia del Congo, encontramos la carta dirigida al rey belga redactada por el pastor norteamericano de raza negra George Washington Williams, uno de los primeros en denunciar el drama que se estaba gestando en esa colonia de propiedad particular. También descubrimos el documento completo que elaboró el cónsul británico Roger Casement en 1903 durante su viaje por la zona, un testimonio estremecedor que al mantener un tono oficial y descriptivo refuerza su dureza. Este informe se convirtió en un verdadero acicate contra la política  de explotación  infrahumana que había tejido el soberbio rey belga y consiguió despertar al resto de naciones  que se mantenían inoperantes. El tercer escrito, narrado por Arthur Conan Doyle en 1909, se nutre de los anteriores y de algunos relatos verdaderamente escabrosos para convertirse en la narración histórica de todo lo acontecido en el Congo y en una denuncia firme y contundente de la situación. Por último, tenemos el panfleto de Mark Twain titulado El soliloquio del rey Leopoldo, un escrito donde el genial autor muestra con toda su carga irónica la arrogancia y egolatría del monarca.
La historia de explotación indiscriminada y brutal exterminio de la población congoleña ha sido silenciada  largamente. Los numerosos testimonios  de misioneros, la encomiable labor de la Asociación para la Reforma del Congo que encabezó Casement y los numerosos documentos gráficos consiguieron que las naciones que habían otorgado un poder casi ilimitado al rey belga y su maraña de empresas tomaran cartas en el asunto, aunque el mal ya estaba hecho y la repercusión futura era innegable. El sistema organizativo perpetrado a conciencia por Leopoldo II para explotar un territorio tan amplio con la intención de recoger caucho y otras materias estaba basado en la más indiscriminada violencia: población obligada a trabajar para el Estado en penosas condiciones, destrucción de poblados enteros, miles de amputaciones, asesinatos y raptos, consentimiento del canibalismo entre las tropas de salvajes asesinos indígenas. Quedaba claro que la civilización había traído su porción de barbarie.
Pero además, todo este mundo fue el origen de una de las narraciones maestras del siglo XX: El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. El autor vivió su propio descenso a las tinieblas del alma humana cuando en 1890 se embarcó como marino a sueldo de la Sociedad para el Comercio del Alto Congo. Las experiencias de Conrad en aquel país durante unos meses se convertirían en el material que daría origen a su celebérrima obra, ya que muchos de sus episodios son una traslación directa de sus vivencias en el Congo y el capitán Marlow un alter ego del escritor. Lo más curioso es que durante su estancia, Conrad conoció y trabajó con Roger Casement que por entonces estaba a sueldo de la Compagnie du Chemin de Fer du Congo y que se convertiría en la única experiencia positiva que el autor extrajo de su aventura africana.
De su breve paso por el Congo dejó constancia literaria en dos obras. Un breve cuento titulado Una avanzadilla del progreso, donde se relata el proceso de desquiciamiento mental  al que llegan dos agentes comerciales enviados a un remoto rincón del Congo; un tema que enlaza directo con aquellas palabras que el doctor encargado de la revisión médica de Marlow le dirige a éste, para recordarle que lo más importante de su tarea es estudiar los cambios que se producen en el interior de las personas enviadas a aquellas latitudes. Pero sin lugar a dudas, el texto fundamental que recoge esta experiencia es El corazón de las tinieblas, que pudiera pasar por un alegato anticolonialista, pero que se erige fundamentalmente en una exploración de la vulnerabilidad del alma humana. El horror que Conrad entrevió se transmuta en la novela que “trasciende la circunstancia histórica y social para convertirse en una exploración de las raíces de lo humano, esas catacumbas del ser donde anida una vocación de irracionalidad destructiva que el progreso y la civilización consiguen atenuar pero nunca erradican del todo. Pocas historias han logrado expresar de manera tan sintética y subyugante como ésta, el mal entendido en sus connotaciones metafísicas individuales y en sus proyecciones sociales” en palabras de Vargas Llosa, quien precisamente dedica su última obra, El sueño del celta, a glosar la figura de Roger Casement.
El supuesto proceso civilizador europeo en África se convierte en una historia de barbarie y mentira en esta obra. La búsqueda de Kurtz es un viaje directo al horror y una introspección del alma a través de las vivencias y sensaciones que transmite el capitán Marlow. Una obra narrada en formato de aventuras que por su hondura se escapa de las interpretaciones herméticas.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Papini en corto


Desconozco que caprichoso motivo permite condenar al ostracismo a algunos autores, mientras otros siguen gozando del favor público o crítico. Me atrevo a conjeturar que ese supuesto capricho tiene que ver en la mayoría de ocasiones con la calidad del material y que por tanto el tiempo suele ejercer, ayudado por los vaivenes de la moda, una justicia implacable. Hemos visto recuperar a lo largo de la historia grandes obras que pasaron desapercibidas en su momento y que ahora descansan en el panteón de los clásicos gracias a algún azaroso motivo y por contra también conocemos multitud de autores consagrados en vida, cuyos libros reposan en las abarrotadas mesas de oportunidades y saldos.
De entre las definiciones que proponía Italo Calvino en su brillante ensayo Por qué leer los clásicos, con la intención de vislumbrar qué necesita un libro para llegar a ese estado, recupero estas dos: "Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo" y "Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone". Lo que viene a decir que hay autores y libros que permanecen imperturbables a cualquier tendencia porque ellos mismos constituyen el discurso de fondo del que se retroalimenta la cultura. Son libros que no necesitan protección porque, como decía Coetzee, se definen en sí mismos por la supervivencia.
Pero hay otro grupo de autores y libros que son dignos de  mejor suerte y que muchas veces por motivos extra-literarios o por no obedecer al dictado de las modas culturales han perdido el merecido protagonismo que su calidad les auguraba. A veces, se da el caso de que son rescatados por pequeñas editoriales que apuestan por las buenas narraciones, sin tener tan en cuenta las variables de mercado y ventas, embarcándose en empresas casi suicidas para rescatar aquellos textos que no deberían acabar en el olvido.
Y uno de los casos más sorprendentes de metódico e injusto olvido ha sido el del italiano Giovanni Papini, quien fuera durante toda su vida un agitador cultural con una obra inquieta y muy exquisita por momentos. Papini pasó, tras su muerte, al menosprecio más absoluto debido a sus radicales posiciones ideológicas e incluso en España también sucumbió a esas variables del destino que le encumbraron a la popularidad gracias a sus escritos de carácter religioso, para anegarlo más adelante, obviando casi por completo lo mejor de su obra. Este nefasto olvido se está encargando de subsanarlo en la actualidad la editorial Rey Lear que parece empeñada en hacer una improba labor de rescate que deberán agradecer aquellos lectores que no habían podido conseguir ninguna de sus espléndidas obras.
Aunque por suerte, algunos supimos detectar a través del exquisito y siempre perspicaz lector que fue Jorge Luis Borges la enorme calidad que atesoraban las narraciones breves de Papini. Borges se encargó de seleccionar y prologar para su Biblioteca Personal sus tres mejores libros de cuentos, a la sazón Lo trágico cotidiano, El piloto ciego y Palabras y sangre, para incluir después una selección de los dos primeros en su mítica colección de La biblioteca de Babel. Supongo que semejante aval sería suficiente para desempolvar esos viejos textos, pero si además descubrimos que algunos relatos de Papini guardan una estrecha relación con los del ciego porteño, la dicha puede ser doble en los admiradores de la obra borgiana. Desde luego Borges nunca dudo en reconocer la maestría y su deuda con Papini, al que le unía una enciclopédica cultura e idéntico final en su ceguera.
Los relatos que componen estos tres memorables libros son pequeñas perlas alegórico-metafísicas. No son puramente fantásticos todos ellos, aunque contienen ligeros detalles que provocan extrañeza e inquietud como en la mejor narrativa de género; ante todo vienen a ser interesantes reflexiones filosóficas sobre un envoltorio narrativo muy imaginativo que evocan temas variados: la huida de los ideales cimentados en la juventud, el determinismo, la etérea belleza y el paso del tiempo, la incapacidad de comunicar, la inutilidad del sacrificio humano, el amor no correspondido y un largo etcétera de breves pero intensas meditaciones. Y es que no debemos olvidar que el primer interés de Papini fue la filosofía y en concreto su ambición por desmentir y contradecir cualquier sistema filosófico a partir de su obra El crepúsculo de los filósofos. Borges ya destacó esa faceta en sus textos: "Tales conceptos no fueron meras abstracciones para Papini. A su luz compuso los cuentos que integran este libro".
La fantasía e imaginación en los textos de Papini ejercen por momentos como demoledora diatriba, dominada por el absurdo del alma humano, de la que se desprende una constante sensación de necesidad vital por la diferencia, de huida del lugar común y de disconformidad con la gente corriente y sin inquietudes. Sus cuentos dejan un poso indeleble en cualquier lector y por ello es un grato descubrimiento que se me antoja como una necesaria recuperación.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Simpatía por el diablo

El diablo no ha tenido nunca una iconografía estable pero sí un significado de oposición al bien tal como ha sido recogido principalmente por la cultura judeocristiana.  La figura del diablo ha servido durante siglos para que la Iglesia pudiera imponer sus formas y ejercer su dominio sobre una población carente de herramientas culturales que le permitieran evitar el temido descenso a los infiernos -de ahí la larga tradición de leyendas populares que tienen como figura principal a un demonio maléfico, castigador de malos comportamientos y aptitudes y sombrío señor del Averno-. No fue hasta que el período de la Ilustración trajo consigo, en lo que respecta al diablo, un proceso de distanciación religiosa que derivó en la adaptación del personaje como figura literaria, símbolo de las imperfecciones del ser humano.
Aunque sería una ardua tarea enumerar las narraciones que de una u otra manera han mostrado la figura del demonio en la literatura de manera real o simbólica, no puedo dejar de comentar una de esas obras maestras que nos ha legado el siglo XX y que tiene entre sus más brillantes personajes al mismísimo diablo y su séquito maligno. Me refiero a la obra cumbre de Mijaíl Bulgákov: El maestro y Margarita.
Bulgákov fue uno de esos trágicos personajes que tuvo el infortunio de desarrollar su carrera literaria en uno de los períodos más grises de la historia rusa, aunque quizás gracias a ello fue capaz de ofrecernos esta maravillosa obra de ingenio e invención que arremetía de forma contundente contra la burócrata y monótona sociedad moscovita post-revolucionaria, además de un alegato a favor del individuo y un personal ajuste de cuentas contra el sistema.
 
La obra de Bulgákov siempre estuvo en constante punto de mira, porque satirizaba con agudeza el pensamiento único al que se veía abocada la cultura rusa. El rechazo provocado por sus controvertidas opiniones dificultó constantemente la publicación de sus obras y finalmente, tras las persistentes denuncias públicas hacia su obra y su persona, se vio obligado a recurrir al mismo Stalin en forma de vergonzante súplica con palabras como estas: “Era yo el único lobo literario en la amplia estepa de las letras rusas. Me han aconsejado cambiar de piel. Un consejo estúpido. Aunque un lobo sea pintado, aunque sea esquilado, nunca se parecerá a un perro de lanas. Me han tratado como a un lobo. Durante años me han perseguido como lo suelen hacer durante batidas literarias”. Bulgákov recibió la llamada de Stalin concediéndole la plaza de asistente del director de escena teatral en el teatro de Arte de Moscú, un regalo envenenado que obligaba a un ser libre y creativo a plegarse ante el yugo del poder totalitario. Y durante este oscuro y dramático período –desde 1928 hasta 1940, año de su muerte-, estuvo Bulgákov trabajando en la creación de la obra por la que pasaría a la posteridad, con la salud consumida y totalmente ciego en sus últimos días, mientras dictaba correcciones a su fiel mujer Helena Shilovskaya. La obra no apareció hasta 1966 y con los consiguientes recortes de la censura, pues como ya imaginó su autor en vida, publicarla era una auténtica quimera. Pero es evidente que no debió pasar desapercibida ya que poco después se publicó en la versión sin censura que ahora podemos disfrutar.
A grandes rasgos la obra de El maestro y Margarita entreteje tres tramas de gran riqueza simbólica que se nutren entre sí. La historia más célebre es de tono satírico y a ratos grotesco y en ella el demonio de nombre Voland aparece con su peculiar séquito para poner patas arriba la corrupta sociedad moscovita, dedicando especial empeño en arremeter contra una esperpéntica asociación literaria. Una segunda historia de carácter romántico es la que acontece entre el maestro y Margarita, quien accede a un pacto faústico para conseguir recuperar a su amor. La tercera gran trama acaece en Judea y representa una historia de tono más épico y filosófico-moral, pues es la novela de Poncio Pilatos y sus reflexiones tormentosas provocadas al enviar un hombre sin culpa a la cruz. Y esta última historia es la novela que escribía el maestro, que acaba en el manicomio ante el rechazo recibido por la crítica.
El maestro y Margarita es un inmenso canto a la imaginación, la libertad y el individualismo, donde se critica con sana ironía a la masa uniforme, a las fuerzas represoras y a la élite privilegiada de escritores oficiales agrupados bajo el paraguas de la revista Massolit (literatura de masas). Las escenas donde Voland y su estrafalaria cohorte ridiculizan la mediocridad oficial son memorables e incluso el epílogo se convierte en una crítica demoledora a un sistema que es capaz de justificar lo injustificable. Jose Mª Guelbenzu expresa con acertadas palabras la fuerza de esta obra: “La crítica de Bulgákov iba directa al corazón del sistema y, por ello, una forma eficaz de expresión de la crítica como es la sátira se convierte en sus manos, por medio de la complejidad y de la capacidad de sugerencia que contiene, en la obra de arte que trasciende el oficio de la escritura”.
Pero también es una revisitación del mito faústico con los papeles intercambiados, donde el amor vence todos los obstáculos porque es un amor sincero y armonioso que convence al mismo demonio -una historia que se asemeja mucho a la vida del propio Bulgákov, aunque la literatura sabe ajustar las cuentas-. Por último es una lúcida reflexión sobre el individuo y el poder a través de la historia de Pilatos. Es, en definitiva, una obra tan rica en significados y con una fuerza de sugerencia simbólica tan potente que no resiste una sola lectura y es por ello que no puedo dejar de considerarla como una de las lecturas más gratificantes que he tenido la oportunidad de disfrutar.
 

lunes, 25 de julio de 2011

Biblioteca viajera


 Siempre he entendido que el viaje es conocimiento. Para el ser humano, recorrer nuevos espacios significa abrir las ventanas de la consciencia, apercibirse de la amplitud de todo lo ignorado y con actitud inquieta, intentar aprehender la experiencia de lo vivido. En los tiempos que nos ha tocado vivir, la mayoría no pasamos de ejercer de simples turistas que, en el mejor de los casos, intentamos emular a ese apasionado viajero descubridor de antaño y sucumbir cual Stendhal ante la belleza que nos rodea. La época de los exploradores y descubridores finalizó a principios del siglo XX, aunque aún reservó algunos coletazos para algunos intrépidos aventureros que se resistían a perder ese espíritu, que desde siempre ha sido motor en el desarrollo del ser humano. 
Aceptando nuestra condición de cómodos viajeros, con capacidad para controlar cualquier sobresalto que nos depare la travesía, ya sólo nos queda la experiencia del viaje y la capacidad de sorprendernos ante lo visto y vivido, lo cual no es poco. Y pienso que la mejor manera de enriquecer nuestra experiencia es recogiendo visiones ajenas que permitan reflexionar, conocer y disfrutar del lugar antes, durante y después para poder integrarlo a nuestra percepción y así convertir el viaje en esa fuente de conocimiento a la que aludía en un principio. 
Probablemente sea Venecia uno de los paradigmas de ciudad para turistas y viajeros desde hace siglos, pues no en vano fue cuna de Marco Polo, el arquetipo del viajero definitivo en nuestra cultura. Esta ciudad, que guarda mucho de su poderoso esplendor marítimo, parece una reliquia que se deleita en su crepúsculo al mirarse reflejada en sus canales, una ciudad que atrae miles de turistas al año, atrapados por el cliché de lugar donde el amor romántico todavía es posible. Pero por suerte la Serenísima ofrece mucho más, algo que no puede pasar inadvertido a quien esté dispuesto a entregarse a su serena belleza, como no le pasó a Chateaubriand que, en los años finales de sus Memorias de ultratumba, evocó el sublime encanto de una ciudad anclada en su pasado: “En Venecia hay suficiente civilización para que la vida encuentre en ella sus delicias. Lo fascinante del cielo evita que exista la necesidad de una mayor dignidad humana; una fuerza de atracción exhala de estos vestigios de grandeza, de la huella de las artes de que se está rodeado. Los restos de una antigua sociedad que produjo tales cosas, llenándonos de indiferencia por una sociedad nueva, no os dejan ningún deseo de futuro. Os gusta sentiros morir con todo cuanto muere a vuestro alrededor”. 
Y coexistiendo con la visión más romántica de la ciudad, existe una literatura que busca la mirada oscura de los canales, como recordando que Venecia fue asolada por la muerte que trajo la peste –un hecho todavía muy vivo para los venecianos que aún mantienen como una de sus fiestas más importantes la del Redentore, celebración que guarda relación directa con el agradecimiento por el final de la epidemia-. Para ello las lecturas de relatos como Nunca vayas a Venecia de Robert Aickman, La noche de Cagliostro de Jose Mª Latorre o No mires ahora de Daphne du Maurier, permiten imaginar el lado más sombrío y enigmático de la ciudad de los canales. 
Claro que visitar una ciudad también requiere conocer su historia, sus lugares y sus personajes. Llevar una guía descriptiva puede ser útil para situarse, pero cualquier mente curiosa necesita embarcarse en un viaje de descubrimiento, de conocimiento e incluso de apasionamiento por el lugar que te muestran los sentidos. Además de avanzar en el callejeo de la ciudad con un par de guías sencillas pero aclaratorias, un buen libro para entender la ciudad ha sido Venecia de Casanova de Félix de Azúa, guía cultural de un período singular de su historia que me ha permitido acercarme a la ciudad en toda su complejidad. 
Pero en Venecia lo que uno debe hacer principalmente es callejear, perderse en su enrevesado entramado, siempre con los sentidos bien dispuestos y hasta el agotamiento, porque la característica que mejor define a esta ciudad es ese continuo de canales y callejas dispuestos como el más intrincado laberinto ideado por Borges. Los laberintos venecianos se convierten en la alegórica y desesperada búsqueda de la sensualidad y la belleza encarnada por Tadzio en La muerte en Venecia de Thomas Mann: “Una tarde, siguiendo las huellas del hermoso, se perdió en el dédalo interior de la ciudad enferma. Incapaz de orientarse, pues las callejuelas, canales, puentes y plazuelas de aquel laberinto se parecían demasiado entre sí, incapaz de determinar siquiera los puntos cardinales, sólo cuidaba de no perder de vista la figura que tan ansiosamente perseguía; y viéndose obligado a tomar ignominiosas precauciones , como era avanzar pegado a las paredes u ocultarse detrás de los transeúntes, tardó mucho en advertir la fatiga, el agotamiento que su deseo y la tensión continua habían provocado en su cuerpo y en su espíritu”. 
Y es que allí donde la Commedia dell’arte floreció, donde el carnaval embellece a sus gentes entre máscaras misteriosas, burlescas o grotescas o donde la góndola se convierte en el sigiloso vehículo que permite a Venecia ser una ciudad única por su silente cautela, allí también se abre una ciudad ideal para los más pequeños, capaz de obsequiarles con historias tan maravillosas como Los gondoleros silenciosos de William Goldman que permiten atraparlos en su inabordable misterio. Es probable que pocos hayan percibido la belleza como la pudieron sentir los antiguos Dux venecianos apostados junto a los ventanales de su admirable palacio, observando el incomparable marco ofrecido por el gran canal y la laguna y constatando que el poder, oscuro como evidencian las mazmorras que ocultaban ese esplendor en el subsuelo del palacio, puede no estar reñido con la serena hermosura veneciana.

miércoles, 29 de junio de 2011

Ilustrando sueños (III)


Los grandes genios de la ilustración moderna se han acercado mayoritariamente a los relatos maravillosos y sólo en contadas pero notables ocasiones han evocado los territorios más ominosos en su pintura. Y aunque en rigor el autor del que quiero hablar es un pintor que nunca ilustró historias, sus cuadros poseen tal fuerza magnética que me parecen la mejor representación posible del horror, de un mundo de pesadillas que viene relacionado con nuestro ancestral miedo.
Y es que el miedo es una sensación consustancial a nuestra naturaleza. Ya Lovecraft, en su clásico estudio sobre la literatura de terror, escribió: "Los primeros instintos y emociones del hombre fueron su respuesta al medio en que se encontraba inmerso. Los fenómenos cuyas causas y efectos comprendía despertaron en él sensaciones concretas, basadas en el placer y el dolor, mientras que en torno a los que no comprendía -y en los tiempos remotos el universo rebosaba de este tipo de fenómenos- fue urdiendo de forma natural las personificaciones, interpretaciones maravillosas y sensaciones de temor y de miedo propias de una raza cuyas ideas eran tan escasas y simples y su experiencia tan limitada". Las religiones se han edificado sobre la base de este atávico temor a lo desconocido, creando terroríficos personajes y lúgubres espacios para conseguir mantener a la población en un estado de gratitud y permanente obligación de culto. Asimismo, las artes han colaborado desde siempre para mantener este temor, pero en la época moderna parecen haberse desligado de la creencia para expresarse con voz propia, o dicho en palabras de Rafael Llopis: "La creencia se ha convertido en estética. El pathos se ha retirado del mundo y se ha integrado en el yo".
El ser humano necesita mantenerse vivo a través de las emociones; el mismo miedo a la muerte y todo lo que la rodea provoca una cierta conmoción que, paradojicamente, nos hace sentir muy vivos. El horror de una pesadilla nocturna nos paraliza pero, de la misma manera, reactiva nuestra necesidad de supervivencia, de querer saber que aún en el peor de nuestros sueños sobreviviremos. Decía Savater que "si pudiéramos ver la muerte como algo realmente necesario, como plenamente natural, nada nos impresionaría terroríficamente de ella: ni su presencia, ni la corrupción que acarrea ni ninguno de sus síntomas".
Si ha existido alguna vez un pintor que haya soñado los territorios de la pesadilla, la muerte y la fantasía en plena comunión ese es sin duda el increíble Zdzislaw Beksinski. Este artista, al que ocasionalmente se le han intentado buscar influencias en Boecklin, Turner y otros, es un creador de mundos verdaderamente extraños. Sus obras muestran paisajes yermos y desolados con edificios que parecen tener vida propia y habitados en ocasiones por insólitas criaturas de porte espectral, bañadas por una luz hermosa y misteriosa pero a la vez amenazante, como propia de un infierno que atrae a su alucinante mundo. La claustrofóbica sensación que encierran algunos de sus cuadros y el permanente tono irreal de pesadilla, confieren a estas pinturas una impresión de congoja y angustia en el alma del espectador. Pocas veces el terror ha sido dibujado con tanta eficacia y me atrevo a pensar que estos delirantes cuadros hubieran sido inspiración para muchos autores clásicos del género. Las obras no tienen título y ni siquiera su autor les da significado, son "un autorretrato espiritual capaz de acarrear pesadillas en los demás". Para Beksinski la pesadilla de uno puede no ser sorprendente para otro, pero cuando al despertar se analizan los datos, choca la extrañeza de lo soñado y de lo terrible que hubiera sido encontrar lo mismo en las horas de vigilia. Su pintura parece querer representar el horror de esos sueños y así haciendo explícito y dando fuerza a algo que inicialmente no lo tenía.
Sus obras se encuentran en la red con facilidad, pero aquí os muestro una selección personal con el fondo musical del inquietante Adagio de Música para cuerdas, percusión y celesta de Béla Bartók.




lunes, 13 de junio de 2011

Los secretos del bosque

El bosque es un territorio de fuerza simbólica muy antiguo. Lugar de sombras, caos e inseguridad pero también espacio de paz y refugio para aquellos que no demuestran temor. El bosque es uno de los elementos fundamentales y vertebradores de gran parte de los relatos que pertenecen al fantástico-maravilloso, pues como señala Vladimir Propp en Las raíces históricas del cuento: "el bosque del cuento maravilloso, refleja por un lado, la reminiscencia del bosque como lugar donde se celebra el rito y, por otro lado, como entrada al reino de los muertos".
Un universo de características tan mágicas, capaz de desarrollar una creencia religiosa que atribuye alma propia a todos los seres, orgánicos e inorgánicos, y a los fenómenos de la naturaleza, es decir, al animismo, no puede pasar desapercibido a la creación literaria. El folklore popular y la literatura fantástico-maravillosa han otorgado al bosque y los seres que lo habitan un papel preponderante en sus textos. La función de árboles, plantas, elementos o animales en la narrativa del maravilloso puro es esencialmente formar parte del entramado como algo natural pero con entidad propia o en palabras de Todorov "los elementos sobrenaturales no provocan ninguna reacción particular ni en los personajes, ni en el lector implícito. La característica de lo maravilloso no es una actitud hacia los acontecimientos relatados sino la naturaleza misma de esos acontecimientos".
En 1935 publicaba Dino Buzzati El secreto del bosque viejo, un pequeño libro con armazón fabulístico que representa un auténtico canto a la naturaleza urdido con poético texto. La historia habla de ese bosque y los seres que lo habitan, de sus propietarios oficiales y de sus moradores y esencialmente de la relación que se establece entre ambos. El viento, los árboles o los pájaros recobran ese espíritu animista y conviven en ese misterioso y mágico espacio con la gente del pueblo en perfecta comunión. La llegada del coronel Procolo, como nuevo amo del bosque, altera la relación de sus habitantes debido a su rudeza y su huraño carácter, pero también significará una inadvertida conversión en el corazón del propio coronel. Aunque Buzzati nos dice que "el mundo no está capacitado para conocer los encantos del bosque", es evidente que él los conoce, los desgrana y nos hace ver que la comunión entre bosque y ser humano nos hace mejores, aunque también advierte que "los animales y las plantas manifiestan una mayor vitalidad cuando se sienten acompañados de los niños y sus dotes de expresión aumentan hasta producir verdaderos coloquios".
Y es que en El secreto del bosque viejo hay cuervos vigías que advierten de la llegada de extraños, vientos que combaten por el dominio del bosque, genios que forman parte del alma de los árboles, asambleas de pájaros capaces de juzgar la maldad del coronel y todo ello relatado con la naturalidad de un lenguaje que no nos hace sentir extraño todo lo que cuenta. El bosque, a través de la fábula, ejerce de espacio redentor para el coronel Procolo en el momento de la muerte, enraizando así con historias clásicas como El gigante egoista de Wilde o tantas otras donde el protagonista queda purificado por sus acciones finales.
Pero el misterio del bosque que nos proporciona Buzzati se encuentra en su forma de mirar la realidad, en su asombrosa capacidad de crear imágenes serenas, aunque de enorme fuerza dramática. Quizás solo Wenceslao Fernández Flórez en El bosque animado fue capaz de crear un tapiz semejante, con la salvedad de haber separado espacio animístico y humano. 
Ya escribió Borges que: "Podemos conocer a los antiguos, podemos conocer a los clásicos, podemos conocer a los escritores del siglo XIX y a los del principio del nuestro, que ya declina. Harto más arduo es conocer a los contemporáneos. Son demasiados y el tiempo no ha revelado aún su antología. Hay, sin embargo, nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos es, verosímilmente, el de Dino Buzzati".

martes, 31 de mayo de 2011

Un cajón de cuentos (XVII): La ladrona de niños de Erckmann-Chatrian

No me vienen a la memoria muchas parejas literarias destacables cuya obra haya perdurado en el tiempo, aunque existen casos concretos como el de los dos primos que firmaban sus historias detectivescas con el nombre de su personaje Ellery Queen o los relatos criminales del tandem francés Boileau-Narcejac, pero en ambos la calidad literaria no va pareja a la altura de sus ingeniosos argumentos. Por otro lado estarían las colaboraciones esporádicas entre autores de prestigio en pos de la creación de obras de menor enjundia pero con un alto componente de diversión y entretenimiento, aquí encontraríamos asociaciones inmejorables como las de Wilkie Collins y Charles Dickens o la de Borges y Bioy Casares, parejas unidas por la pasión del misterio y el suspense. 
El hecho de que no existan muchos casos de escritores trabajando a cuatro manos es indicativo de la dificultad que supone encauzar ideas desde egos dispares, a no ser que se trate de obras sin mayores pretensiones como la novela de misterio, donde lo importante es entramar un armazón argumental sólido que haga encajar la historia para la resolución eficaz del secreto. Sin embargo, parece ser que los trabajos de redacción en común fueron una constante en oficios como el de guionista cinematográfico, donde lo habitual era encontrar a una pareja que dividía sus tareas: uno sentado redactando y el otro de pie aportando ideas y entre ambos puliendo el texto, por lo que es probable que el trabajo literario en pareja también tuviera similares maneras, aunque no tan declaradas.
En el campo de las letras, los hermanos Grimm ocupan un puesto de honor, aunque deberíamos referirnos a ellos más propiamente como investigadores de la lengua y reconocidos recopiladores del rico acervo de cultura popular. Sus métodos de trabajo y su unión hasta el final de sus días en pos de una pasión común, sí que los convierte en una pareja de laboriosa producción, aunque también entregaran muchos estudios filológicos en solitario.
Pero si se ha de destacar a una auténtica pareja creativa cuya obra se mantenga con el paso de los años en un lugar preeminente de las letras francesas, esa es la de Emile Erckmann y Alexandre Chatrian, quienes son confundidos muy a menudo con un solo autor al encabezar sus libros con los apellidos separados por un guión. La obra de estos escritores comprende piezas de teatro, novelas de gran éxito en la época como Un recluta de 1813, Waterloo o El amigo Fritz, pero esencialmente un conjunto de narraciones breves recogidas en varias colecciones como en la fascinante Cuentos a la orilla del Rhin, editada recientemente en la editorial Reino de Redonda (a los que debemos añadir la gran selección de sus historias fantásticas editadas por Valdemar).
Parece ser que el elemento creador de la pareja era Erckmann, quien se encargaba de redactar todas las historias, mientras que Chatrian aportaba diálogos (él era el autor de las obras teatrales). Ambos compartían el trabajo de las tramas y éste último se encargaba de buscar editores y todo el trabajo de carácter más administrativo. Su relación acabó como tantas otras tras cuarenta años de unión, pero se puede afirmar que mientras duró fue muy fructífera y un buen ejemplo de complementación.
Sus historias breves son un retrato certero de aquellos paisajes de la Alsacia-Lorena y alrededores que tan bien conocían, donde se recogen ambientes de taberna, caminos serpenteantes, bosques frondosos, albergues sorprendentes, famosas cervecerías o posadas añejas y donde aparece un retablo muy variopinto de personajes enigmáticos y curiosos como viejas brujas, cabalistas, estudiantes, soldados o hidalgos. Sus argumentos se mueven entre el misterio y la fantasía con gran habilidad, con una extraordinaria capacidad para crear atmósferas nocturnas, como les reconocerá el mismo Lovecraft. Asistimos a la presentación de unos lugares que se nos muestran como legendarios pero sin artificios, pues Erckmann-Chatrian tienen la enorme capacidad de convertir la literatura en parte de la historia. En sus narraciones los personajes son creíbles y uno acaba sintiendo que las historias que nos cuentan son parte de la tradición popular.
De todos sus relatos, el más desgarrador y probablemente uno de los cuentos que más a plomo cae sobre el lector es La ladrona de niños, una historia que deja una sensación de permanente angustia, ya que Erckmann-Chatrian dominan como pocos la creación de atmósferas opresivas, como se desprende de otras narraciones suyas tan meritorias como Hugo el lobo, Las tres almas o El ojo invisible. La figura de una triste y enajenada mujer en busca de su hija es de una dureza extrema y consigue hacer cómplice al lector de su desgracia. La historia avanza en torno a la figura de esta mujer, dirigiendo sus pasos hacia un final de infarto que deja un recuerdo amargo, pero con la sensación de haber leído una historia poderosa como la vida.
Sorprende que Erckmann-Chatrian no sean autores más reconocidos, teniendo en cuenta la brillantez de sus historias y la calidad de sus textos.