lunes, 18 de octubre de 2010

Borges en su laberinto


Una excelente exposición sobre laberintos en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona me ha invitado evocar al gran hacedor de laberintos literarios, al escritor que con más insistencia introdujo el laberinto como tema permanente en su obra, al soberbio creador de ficciones Jorge Luis Borges.
La fascinación por el mito laberíntico siempre se ha manifestado en creadores de todas las épocas. Arquitectos, paisajistas, escultores, escritores, cineastas o filósofos han creado sus propios laberintos, reinventando el mito continuamente, seducidos por su simbólico desconcierto y  deseosos de dominarlo y comprender el caos que sugiere. Si el mito original nos propone un laberinto unicursal, es decir un camino único más o menos enrevesado con principio y fin, las posteriores creaciones laberínticas nos ofrecen también la oportunidad de un laberinto multicursal o de caminos entrecruzados entre los cuales se ha de escoger y que pueden llevar a callejones sin salida o, como distinguen los teóricos: el laberinto de sinuosa curva y el de red.
Umberto Eco en sus apostillas a El nombre de la rosa nos ofrece una clasificación modélica; para Eco existen tres tipos de laberintos, el primero sería el clásico de Teseo y el Minotauro en el que entras, llegas a su centro y puedes volver si desenredas el hilo de Ariadna; el segundo lo denomina manierista y sería de tipo árbol, es decir, el que tiene una sola salida pero con muchos callejones engañosos; el tercero es el llamado Rizoma y es infinito porque los pasillos se conectan entre ellos y no tiene centro ni salida. Precisamente, Eco dibuja en su obra una biblioteca laberíntica custodiada por el ciego padre Jorge y deja evidente su homenaje porque "biblioteca más ciego, sólo puede dar Borges".

Y es que -volviendo al hilo- Jorge Luis Borges es el autor que más y mejor ha reflexionado sobre los laberintos, uno de sus temas preferidos al que volvía una y otra vez dándoles eternas vueltas como si no consiguiera salir del mismo. En sus modélicas colecciones de cuentos de Ficciones y El Aleph, el laberinto es un tema omnipresente que toma diversas formas y perspectivas y así encontramos la revisitación más clásica en La casa de Asterión, donde el minotauro nos describe su casa transmitiéndonos una sensación semajante a la de una prisión con puertas abiertas y donde espera deseoso a su redentor cansado de vivir. En El inmortal, Borges nos adentra en una laberíntica ciudad donde el personaje pasa años perdido y allí describe que "un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura pródiga en simetrías está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo". Abenjacán el bojarí, muerto en su laberinto constituye un cuento de misterio aparentemente irresoluble donde el laberinto es un camino hacia la muerte, un símbolo de la locura. Es descrito como un círculo tan dilatado que no permite percibir su curvatura, con muchas encrucijadas que exigen siempre girar a la izquierda y con paredes de ladrillos apenas más altas que un hombre. En la pequeña fábula de Los reyes y los dos laberintos, Borges presenta su laberinto más perfecto, el desierto, donde no hay escaleras, muros ni puertas pero sí nfinidad de caminos. Pero el laberinto también puede ser presentado como un recorrido hacia la venganza, como en Emma Zunz, donde la muerte es el final del trayecto. En El libro de arena, la locura de un libro infinito también remite a ese laberinto sin salida posible o como en El jardín de los senderos que se bifurcan que alude a un libro-laberinto donde las diversas alternativas del protagonista son tomadas, creando así  distintos tiempos y porvenires que también se bifurcan hasta el infinito.

Coetzee decía que el modelo borgiano es llevar una hipótesis hasta sus vertiginosas consecuencias. Sus cuentos exploran esos límites laberínticos, donde se siente la necesidad de que exista un centro explicativo ante la perplejidad de los intrincados caminos. El fantástico borgiano nace de ese obsesivo exceso, de la capacidad de hacer creíble lo imposible, de convertir lo infinito en cotidiano como en Funes el memorioso, personaje capaz de recordarlo absolutamente todo o La biblioteca de Babel, capaz de albergar en sus infinitas galerías todas las combinaciones de libros posibles. De hecho, infinito, espejos, dobles y laberintos son temas comunes en la obra de Borges y nos provocan inquietud, desasosiego y auténtico vértigo literario.
En el epílogo de El hacedor, escribe Borges: "Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias... Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara".
Las ilustraciones que os traigo pertenecen a las célebres Carceri de Piranesi, que tanta influencia ejercieron en los laberínticos pasajes borgianos, a las sabias líneas clásicas de Escher y a las modernas pinturas de Fabrizio Clerici. El vídeo es un fragmento de la película-documental  Los libros y la noche (2000) de Tristán Bauer, donde nos habla de Borges y sus obsesivos temas y donde se representan algunos de sus más célebres relatos como este de La biblioteca de Babel.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Un cajón de cuentos (XII): El nadador de John Cheever


Es notable la influencia que han ejercido los periódicos y revistas a lo largo del siglo XX para el desarrollo del género cuentístico. El relato corto se acomodó perfectamente a estas publicaciones y dio a conocer a un nutrido grupo de escritores que de otra manera no hubieran tenido oportunidad de publicar o en todo caso de llegar al gran público. La importancia de estos semanarios en la Norteamérica de postguerra fue crucial para  la aparición de nuevas voces que empezaron a hacer tambalear el sistema de vida estadounidense, ese denostado american way of life que tan profundamente había arraigado en la sociedad norteamericana; escritores convertidos en críticos periodistas que no sólo desarrollaban sus opiniones a través del artículo o la entrevista, sino que radiografiaban esta sociedad a partir de la ficción en corto.
De todos ellos, la figura más preclara y quizás para mí uno de los mejores cuentistas del siglo es John Cheever, superando incluso a geniales constructores de miniaturas como Raymond Carver o Ernest Hemingway. Incluso el pope Harold Bloom incluye en su discutible canon de cuentistas a este genio del relato, aunque no se extiende demasiado en sus alabanzas. Cheever constituye la imagen más clara de lo que antes apuntaba, es decir, un escritor que publicó sus relatos casi exclusivamente en la revista The New Yorker, desde donde se dedicó a describir la sociedad norteamericana de su tiempo con una exquisita finura y precisión de cirujano.
Para mí John Cheever es la consciencia norteamericana despojada de su envoltorio y expuesta a la luz pública. El denominado Chéjov de las urbanizaciones o de las afueras, comparte con el insigne escritor ruso esa capacidad de sacar a flote las miserias humanas de la clase acomodada, aunque Cheever nunca se sitúa por encima de sus personajes porque sabe que no es mejor que ellos y que su infortunio y sus dramas escondidos tras el alcohol son los suyos propios. Sabe adentrarse en el mundo de los sentimientos, de las pasiones, de las mentiras y las certezas con un dominio literario absoluto y con una exactitud milimétrica al escoger las palabras. Sus personajes se mueven entre la luz y la sombra de vidas regidas por los convencionalismos y la hipocresía.
En España se han publicado en una excelente edición sus relatos en dos volúmenes y una selección prologada y antologada por Rodrigo Fresán titulada La geometría del amor que puede ser una buena manera de introducirse en este autor. De sus abundantes piezas maestras me quedo con una de sus historias más reconocidas, el cuento de El nadador o la insólita historia de Neddy Merrill, quien en un soleado y apacible domingo de verano decide volver a su casa desde la piscina donde se encuentra, atravesando las piscinas de sus convecinos a lo largo de trece kilómetros, en lo que llamara el río Lucinda en honor a su mujer. Pero no todo es lo que parece y ni siquiera podemos estar seguros de que todo se inicia plácidamente.
Se ha comparado esta historia con el tormentoso viaje de Ulises y ciertamente es una auténtica odisea reveladora, un viaje interior de descubrimiento a través del agua, un trayecto vital que conseguirá despertar al personaje para que asuma la verdad de su drama. El viaje se convierte así en el símbolo del ciclo vital, pues Neddy Merril envejece en una sola tarde. Además El nadador es un relato que va paralelo al tiempo meteorológico, pues comienza esperanzador y luminoso como el día para ir desembocando en un triste y desolador final anunciado por una tormenta.  Desde el confuso inicio de las primeras escenas, Cheever nos va llevando de piscina en piscina para radiografiar todos los males de la sociedad norteamericana acomodada y el protagonista ejerce de cebo donde todos acaban arrojando su hipocresía y egoísmo arribista.
Sobre este relato, Frank Perry realizó una película que no le hace entera justicia. La concisión simbólica lograda por Cheever se pierde en una historia demasiado larga que abusa de las execrables técnicas del momento, como zooms, ralentís o filtros borrosos. Pese a la correcta interpretación de Burt Lancaster, la película no posee la misma fuerza dramática que el cuento. Donde mejor se ha sacado partido al mundo creado por Cheever es en una serie norteamericana actual, pero ambientada en los años 50, me refiero a Mad Men, que plasma la sociedad desde el emergente mundo de los publicistas. Y es que incluso las ficciones más modernas deben recurrir a los clásicos, pues leerlos ayuda a comprender todo mucho mejor.